Saúl es un adolescente con Síndrome de Asperger. No tiene éxito en las relaciones sociales porque su cabeza no funciona como la de sus iguales. Es muy literal y no entiende los gestos, las entonaciones, ni las ironías del lenguaje. Le cuesta organizarse y cualquier imprevisto le causa nerviosismo. Asimismo, tiene dificultades para gestionar sus emociones porque no le resulta fácil conectarlas con la razón.
Cuando era pequeño, iba contento al colegio, aunque rara vez le invitaban a los cumpleaños y solía pasar los recreos solo, jugando o paseando mientras pensaba en sus cosas. Era estudioso, obediente y listo y nunca daba problemas ni molestaba a nadie.
Pero cuando llegó la adolescencia, su manera de comportarse le convirtió en objeto de burla y desprecio por parte de algunos compañeros. Le habría encantado tener amigos e integrarse en la clase y se esforzaba para ello, pero la realidad era que siempre estaba sólo. Poco a poco el abuso pasivo de la soledad en el patio pasó a ser un acoso activo: bromas de mal gusto, insultos y golpes por parte de algunos compañeros mientras otros se reían. Saúl empezó a aislarse más aún y sus manías y rarezas se agudizaron. No era capaz de gestionar el miedo, ni la tristeza, y estas emociones se fueron transformando en frustración, enfado y rabia. Empezó a auto lesionarse para descargar su enfado y pensó en el suicidio. No podía más. Nadie le ayudaba y el acoso seguía. Cada día más intenso y doloroso. Y, cegado por la rabia y la frustración decidió acabar con aquello y tomó una decisión equivocada: llevó unos cuchillos al colegio y trató de atacar a sus agresores.
Y todo el mundo se echó las manos a la cabeza y hablaba de él como un trastornado que había intentado matar a sus compañeros. Pero nadie hablaba de los verdaderos agresores de esta triste historia. Nadie parecía escandalizado porque unos adolescentes hubieran tenido la crueldad de acosar, durante meses, a alguien que era más débil y que estaba sólo. Tampoco se hablaba de tantos compañeros que habían permitido este acoso.
Queremos una sociedad inclusiva, pero la realidad es que no aceptamos al diferente y, si un chaval no tiene habilidades sociales, altura, belleza o tipo fino, se convierte en blanco de acoso y maltrato con mucha facilidad. Queda mucho camino por recorrer y los adultos tenemos una gran responsabilidad para que nuestros jóvenes acojan al diferente y ayuden al débil. Cuando lo logremos, esta sociedad dejará de estar enferma.