Desde hace ya unos años puedo decir que la palabra fatiga está cada vez más presente en mi vida cotidiana. Casi puedo afirmar con certeza que antes de eso no conocía realmente el significado de la fatiga. Cuando antes me quejaba de estar cansado, aún no sabía a qué me enfrentaba una vez que asumí ciertas responsabilidades de trabajo. Y, sin embargo, quisiera escribir un panegírico sobre la fatiga.

No quiero parecer el clásico nostálgico que lamenta los buenos tiempos, pero creo que cuanto más tiempo pasa, más perdemos la capacidad de apreciar el trabajo duro y todo lo que conlleva. Vivimos en una época en la que todo es rápido, inmediato, fácilmente utilizable, casi desechable. Tenemos tantas posibilidades y oportunidades, pero en lugar de reconocer nuestra buena suerte, a menudo nos sentimos insatisfechos.

Hemos perdido casi por completo el hábito de luchar por alcanzar un objetivo, ya sea un proyecto de trabajo o simplemente algo más material. Es mucho más fácil desviarse, cambiar de dirección, encontrar algo más fácil de comprar o de conseguir. Así, es más fácil ver una serie de televisión en el sofá que leer un libro por la noche. Es más fácil quejarse del trabajo que hacer algo para intentar cambiar la situación. Es más fácil conformarse que encontrar nuestro propio camino. Nos conformamos en lugar de luchar, esforzarnos y sudar.

De lo que me he dado cuenta, en cambio, es que quiero conservar la belleza del trabajo duro. Cuánto más satisfactorio es alcanzar un objetivo por el que hemos trabajado, sufrido, invertido tiempo y esfuerzo. Como persona que me inicio en el deporte, es un concepto que voy haciendo mío. Me doy cuenta que para estar al nivel de los demás tengo que trabajar más que ellos. Intento hacer de esta debilidad mi fuerza, tratando de esforzarme más allá de mis posibilidades. No puedo decir que obtenga tantas satisfacciones como me gustaría, pero cada pequeño éxito, fruto de este esfuerzo, es motivo de orgullo.

Una vez que has asimilado esta mentalidad, puedes adaptarte en cualquier campo. Por eso sostengo que el deporte es una gran escuela de vida. Me ayuda a comprender lo difícil que es alcanzar un objetivo y, al mismo tiempo, lo bien que sienta lograrlo. Con eso, sin embargo, no apoyo en absoluto la retórica de si quieres puedes. No creo en eso ni un ápice. A veces simplemente no se puede. Así que tienes que conformarte con lo que tienes.

A veces tenemos que admitir que también es agotador estar con los demás o estar juntos. No siempre es de color de rosa, pasamos por periodos de crisis, de distanciamientos, de malentendidos, de enfrentamientos,… Más allá de las formalidades de la educación y del respeto, hay un mundo… Una parte, pequeña, mediana o grande, de la vida es realmente agotadora. Uno pasa por momentos de desánimo, de preguntarse si estamos a la altura de la vida. ¿Qué podemos hacer entonces? Arremangarse. Sufrir. Luchar. Volver a empezar.

Creo firmemente que esto también forma parte de nuestras vidas. No estoy queriendo decir aquello de no rendirse nunca, sino volver a empezar y a entender que para alcanzar las metas debo esforzarme siempre. Me gustaría comprender cada vez más que esforzarme es a veces indispensable para seguir creciendo como persona, incluso antes de alcanzar una meta.

Sienta bien tirarse exhausto en el sofá después de un día de machacar kilómetros en la carretera. Es bueno terminar la carrera por la mañana, sin aliento, con ácido láctico y la camiseta empapada. Es bueno discutir en familia, porque es la única manera de crecer juntos. Es bueno incluso escuchar las rabietas de los demás, si intentamos vivir según principios sanos pero no siempre fáciles de seguir. Hay una frase que dice siempre un buen amigo mío que me parece que encierra una enorme verdad: “desengáñate, lo fácil en sí no existe”.