La historia de una persona que ha muerto de frío en la noche en nuestro barrio de San Juan, que ahora se ha convertido en el símbolo de todos los sin techo, es sumamente actual. Es la historia de una vida al borde de nuestra hipocresía, en el contexto de una sociedad excluyente, gratuitamente malvada, siempre dispuesta a señalar con el dedo y arremeter contra los más frágiles. Es una historia que debería hacernos pensar.

¿Cuántas personas sin techo vemos hoy en nuestras calles? ¿Cuántas veces permanecemos indiferentes ante sus ojos, sus manos extendidas y sus súplicas? Por supuesto, los individuos no podemos cambiar individualmente el estado de las cosas; el hecho es que la pobreza aumenta día tras día y se extienden peligrosos sentimientos de cierto resentimiento y casi hasta repugnancia contra quienes caen en ella.

Es verdad, no es sólo un problema nuestro. Hay grandes ciudades en el mundo resplandecientes donde, de noche, en las aceras, una humanidad desgarrada duerme a los pies de los gigantes del lujo, donde maniquíes descansan al calor con ropas que valen miles y miles de dólares dólares mientras gente desesperada yace en el suelo con ropa vieja, algunas cajas de cartón y una manta para protegerse del frío.

Es ante escenas como estas que deberíamos preguntarnos en qué nos hemos convertido, en qué se ha convertido nuestra sociedad y cuánta injusticia todavía estamos dispuestos a aceptar. La reciente pandemia ha expuesto todos nuestros límites pero no parece, por el momento, haber despertado las conciencias, aunque se están extendiendo movimientos o escuchando voces que piden un cambio radical de ritmo y por fin empiezan a presentar propuestas en discontinuidad con los mantras que han dominado las últimas décadas.

La pobreza de otras personas… y nuestra indiferencia... Una persona muriendo de frío es un ejemplo de alguien que no ha logrado hasta el final de su vida el que se reconociese y se protegiese su dignidad. Es un ejemplo de una miseria indigna que no ha podido ser atendida. Es un ejemplo de un mal que invade nuestra comunidad humana, que cada vez es más difícil de considerar como tal, y sobre el que estamos llamados a reflexionar. Como las colas en los comedores sociales son cada vez más largas, hay demasiados niños y niñas en dificultades, hasta el punto de que algunos encuentran la única comida completa del día en la escuela, y la pérdida de trabajo para muchos constituye la pérdida de toda certeza y punto de referencia.

No es poca cosa, y quizá hasta sea un paso adelante, que nos recordemos estos días que nadie vuelva a morir abandonado a su suerte, en el abrigo de la noche y al amparo de la inclemencia del frío. La cuestión es que debemos ser coherentes, comprometernos a que nadie se quede atrás o al margen, y menos aún los más débiles, tomando nota de una evidencia: en un mundo cada vez más competitivo y feroz, no todos pueden hacerlo solos. Y la fragilidad no puede ni debe considerarse nunca un defecto.

Una muerte así nos recuerda cuántos valores hemos perdido, cuántos principios hemos pisoteado y cuánta indecencia estamos ahora dispuestos a tolerar. Pero, mejor aún, nos recuerda qué margen de aprendizaje hemos de seguir realizando como sociedad en aras de un más que deseable de compasión, de humanismo, de justicia, de solidaridad, de… Una muerte así es como una conciencia crítica de quien al final no tuvo más remedio que darse por vencido hasta perder definitivamente, prácticamente sin dignidad, derrotado, marginal, lo único que le quedaba: la partida de la vida.

De hecho, hemos condenado a muerte a una persona que, al morir de esa manera, nos ha devuelto, al menos y ojalá que sea así, la indignación y la fuerza para pronunciar una expresión retórica y maltratada, “nunca más”, pero absolutamente necesaria ante la indiferencia que reina hoy en día y con la que creemos vivir más protegidos y seguros.

Una indiferencia que está poniendo en peligro nuestra vida civil, haciéndonos cada vez más crueles, cada vez más solos, envueltos en un manto de egoísmo y de indiferencia que imposibilita una forma digna y humana de convivencia, de respeto, de trato. Una indiferencia y un egoísmo que a veces matan, como ocurre cuando volteamos el rostro hacia otro lado y no somos capaces de ver en el otro a un ser hermano o sentir empatía hacia él.

Al fin y al cabo, si todo tiene que ser una apariencia, si todos tenemos que ser exitosos ganadores, si no puede haber lugar para los que no se lo merecen, si tenemos que pisotear a todos sólo para llegar los primeros…, en una carrera hacia ninguna parte que está masacrando el planeta y convirtiendo a cada uno de nosotros en una mónada en conflicto y lucha con el vecino…, si ese es el destino que nos han elegido los dueños del mundo y de la historia, lamento decirlo, pero no tenemos más futuro que la degradación.

O si lo tenemos, es un futuro muy triste, en el que no hay perspectivas, no hay humanidad, no hay misericordia, no hay perdón, no hay sentido de justicia ni sentimiento profundo ni capacidad de caminar juntos mientras no se respete y cuide de lo más débil, frágil y vulnerable.

El autor es misionero claretiano