El próximo 31 de diciembre harán 88 años de la muerte de Miguel de Unamuno. Según la versión oficial, su muerte se produjo por hemorragia bulbar, aunque según un estudio reciente fue asesinado mientras conversaba con el falangista Bartolomé Aragón. El quijotismo unamuniano es deseo de vida perdurable que se enfrenta a la razón, pues la lógica tiene reglas que tiranizan el espíritu, lo que impide sobrepasar los límites de la contingencia y la caducidad, lo que aboca a la nada como destino. Esta paradójica lucha recobra su vigencia, pues los cambios sociales acaecidos en los últimos años son tan radicales que se puede hablar de una metamorfosis social que ha causado una profunda crisis de valores que se traduce en una sociedad enfangada, insolidaria, individualista y materialista, en la que circula la desinformación, la crispación, la corrupción y la incitación al odio. Y a propósito de esta crítica situación moral en la que estamos inmersos viene bien recuperar alguna de las reflexiones de Miguel de Unamuno, pues nos hacen replantearnos la dimensión espiritual del ser humano, hoy tan denostada.
Partiendo de la idea aterradora de la muerte que no aporta luz a la vida, sino que la interrumpe de forma definitiva, Unamuno explora la vía espiritual, no necesariamente religiosa, en busca de esperanza de pervivencia. Es muy triste, afirma, morimos del todo volviendo a la nada que es a lo que la razón conduce, pues la racionalidad, abandonada a sí misma, lleva al más absoluto nihilismo. La espiritualidad, entendida como valor moral, sirve para desnudar las limitadas certidumbres que la ciencia y la razón aportan. De ahí que la posibilidad ineluctable y permanente de dejar de ser para siempre aboca a luchar contra el final fatalmente predeterminado. Por eso, se preguntaba angustiado Unamuno: “Habiendo sido tantos, ¿acabaré por fin en ser ninguno?”.
La espiritualidad plantea una pugna contra la nada que permite anticipar la consecución de una perdurabilidad en un más allá conscientemente imaginado. No cabe duda de que el ser humano en su afán de pervivencia siente, razona, pero, sobre todo, como dice Unamuno, crea aquello que no ve ni puede constatar. La verdad lógica y científica actúan como disolventes de la esperanza, mientras que la espiritualidad, la alienta. En eso lleva razón la fe. La fe es tranquilizadora, pero se constituye como una extraña transacción de naturaleza escatológica, esto es, la pervivencia tras la muerte a cambio de una cloroformización de la conciencia racional del sujeto. La creencia implica, pues, una alienación, un exilio, un encierro fuera de ese lugar que es el registro racional. Esta contradicción anida, probablemente, en el interior del ser humano mismo. Por ello decía un acongojado Unamuno: “¿Contradicción? ¡Ya lo creo! ¡La de mi razón, que dice no, y la de mi deseo, que dice sí! Mi ciencia es antirreligiosa: mi religión, anticientífica: y no excluyo a ninguna de las dos, sino que las mantengo en mí frente a frente, negándose una a otra, y dando con su contradicción vida a mi conciencia”. No podemos negar que el ser humano siempre ha necesitado de algo que dé sentido absoluto a su vida. En este sentido, Unamuno decía que “querer creer es ya creer”.
Es evidente que no se puede probar la verdad de la fe. Es más, a medida que la ciencia avanza, la fe retrocede. Hasta donde llega el conocimiento científico, todo se explica sin fe. Sin embargo, más allá del saber empírico, nada se dilucida ni con fe ni sin ella. Y si el mundo es igual de absurdo en ambos casos, entre dos absurdos, ¿por qué no elegir el que más sosiego procura? Entre el desértico intelectualismo y el oasis de la creencia, como dice Unamuno, es mejor aferrase al respiro de la fe. Y es que el ser humano no se resigna a la muerte, no quiere morir. “En una palabra, dice Unamuno airado, que con razón o contra ella, no me da la gana morirme. Yo no dimito de la vida, se me destituirá de ella”. No es el hombre, como pensaba Nietzsche, quien debe ser superado, pues el ser humano, aunque llegara a liberarse de cualquier alienación, seguiría siendo mortal. Lo que realmente se desea superar es lo que se es en cuanto a ser finito. No en vano, cada existencia, en cuanto es, se esfuerza por preservarse en su ser. La razón, en definitiva, disuelve el sentido absoluto de la vida y aniquila la esperanza. Por eso, el único camino posible es la vía cordial. Querer creer es ya creer, y creer es crear aquello que nos urge, viene a decir Unamuno. La espiritualidad no es sino el hombre en trance de querer ser para siempre, aunque es cierto que el deseo no logra hacer del consuelo verdad, pero tampoco la razón logra hacer de la verdad consuelo. Tal es la contradicción más profunda e insalvable del ser humano, aunque este desiderátum quizá sea el único camino posible que aporte sentido a la vida humana y abra una puerta a una sociedad mejor.
*El autor es médico-psiquiatra