Vengo rezando por la paz desde mi infancia, en tierras en las que vivíamos y amábamos pero que no eran nuestras, pues hubo un momento terrible, lo recordaban los aitas, en que en el mundo de esa Euskadi que era nuestra pero no conocida, su democracia se quebró. Ellos estaban formando una era libertaria, de acuerdo a las viejas leyes forales, y lo derribó un dictador y sus secuaces que irrumpieron por sus fronteras, a sangre y fuego. Y ellos y su generación tuvieron que huir para salvar la vida ya que sus bienes fueron confiscados. Sin más causa, en el caso de aita, que su dedicación al euskera, el viejo idioma de su pueblo, condenado a morir por el exigente deseo de un dictador potente e ignorante que configuraba normas a su antojo, relativas a su interés que, como es el caso de todos los dictadores, era mandar y enriquecerse. Las familias quedaron deshechas pues los hombres fueron encarceladdos o muertos en las cunetas. Así mataron a Fortunato Agirre, nuestro alcalde de Lizarra, y en el día de San Miguel a quien era devoto, haciendo escarnio con aquel ni san Miguel te salva, dejaron su cuerpo en Tajonar, a merced de los buitres. Le privaban del don de la vida, pretendían despojarle del de la resurrección.
Mis manos de niña, hoy de anciana, se unían para rezar por el fin del conflicto y por el principio de la paz. Por el espacio de una convivencia democrática donde no caben enemigos sino gente de diferente pensamiento con la que quedaba el trabajo de establecer acuerdos. Admitir que la paz cuesta más que la guerra pues hay que realizar la labor de pensar, conciliar, armonizar… que no resultan tareas fáciles. Pero en mi perpetua oración cabía la esperanza de llegar a un cruce que, aun poblado de matojos espinosos, fuera posible la conciliación. Rezaba por el final del exilio de a de nuestros aitas pues ellos nos enseñaron de la naturaleza excelsa aunque compleja del perdón. Ellos, los despojados, los desposeídos, los señalados, querían la paz para reedificar un mundo mejor.
Los que regresamos del exilio interminable de la generación del 36, los de aquí y alla, iniciamos un tarea de restauración civil ajena a toda ejecución militar. Era un espíritu vivificador y tolerante, generoso y gratuito, lo que permitió y como primer paso importante, la apertura de ikastolas, rescatando nuestro idioma de su muerte, pues creíamos que una lengua de la que nadie conocía el principio, nadie debía ver su final, en frase de aita Amezaga. Se conforman partidos políticos como EAJ/PNV que había marcado el comportamiento de nuestro exilio, lloramos a los muertos y los rescatamos del olvido, trabajando los sucesos que nos rodeaban, salvando el medio ambidegradado heredado del franquismo... así seguíamos operando por la paz, por ella laborábamos, pues la entendíamos como una reconstrucción de nuestras instituciones, que creíamos que recobrar la nacionalidad que nos hace singulares pero parte de la humanidad. La diferencia como un modo de fraternidad.
Otras guerras rodean implacable a la humanidad. Sigo con las manos unidas suplicando por su final: de los conflictos de Ucrania y Gaza, ambas en situación de exterminio, como final de todas las acciones bélicas emprendidas. Que todos los seres humanos son merecedores del obsequio de la paz. Merecemos criarnos en un buen ambiente, arropados por nuestras familias, atendidos en la salud y mejorados en la educación, protegidos que no impuestos. por nuestros gobiernos, que nos vayamos reconfortando la el espíritu de as palabras y se desdeñe la fuerza para imponerlas, donde presida el placer de combatir sin insultos, buscando puntos de encuentro que nos permitan trajinar la concordancia.
Uno las manos cada mañana y también cada noche, como recé por aquel tiempo de mi niñez, por recobrar el gozo de mi aita, por caminar por las calles del puerto viejo de Algorta, su puerto, y por el de ama al abrir la puerta de la casa de su padre, sin miedo, sin discusión ni reclamo del otro por usar de lo propio, respetando lo ajeno. El destierro, y hablo del físico y moral de la generación del 36, les apartó de toda concordia humana, apagó los protocolos de la vida y les dejo huérfanos de afectos tradicionales, pero alentó el instinto de la justicia. Quizá lo bueno de la separación fue la decisión del encuentro. Jamás perdieron esa esperanza. Y trabajaron para mantenerla. Quizá ese sea el verdadero camino de la paz.
La autora es bibliotecaria y escritora