En 1905, mientras el mundo asistía al final de la guerra ruso-japonesa, iniciada el año anterior, y conocía los primeros tumultos producidos contra el zar, la sociedad pamplonesa se encontraba aún consternada por dos espantosos crímenes que aquel año se habían producido en la ciudad. El 21 de mayo, Tirso Mina había asestado una puñalada mortal en el pulmón a su amigo Segundo Guembe, porque este le había tomado como objeto de burla ante los parroquianos de un bar. Unos meses más tarde, el 10 de diciembre, Hipólito Echeverría, gitanillo expósito de 13 años de edad, había hecho lo propio con otro chico de su edad, Gregorio Senosiain, con quien se había citado para pelear, y a quien le seccionó la aorta.

Es muy posible que las lavanderas del Arga retratadas en la fotografía se encontraran comentando estos y otros acontecimientos mientras aclaraban camisas y escurrían sábanas y gayumbos. Estas esforzadas mujeres pasaban por las casas a recoger la ropa de sus clientes, y las devolvían al cabo de unos días limpias y planchadas a cambio de unos pocos céntimos, sin olvidar que en el intervalo tenían que bajar y subir la cuesta de Santo Domingo cargadas como mulas, y que no podían rehusar meter sus brazos en el río ni siquiera en los días más fríos del invierno. Era sin duda un oficio duro y sacrificado.

HOY EN DÍA la ribera del Arga está tan colmada de vegetación que no solo no habría sitio para las lavanderas, sino que, además, nos es imposible buscar elementos del paisaje que permitan, más allá del propio río, una somera identificación de ambas fotografías. No cabe duda de que la zona ofrece hoy una estampa preciosa, aunque no podemos evitar echar en falta el bullicio y el ácido gracejo de las castizas y endurecidas lavanderas de principios de siglo.

J.J. Arazuri contaba que los bromistas pamploneses solían llevar hasta la orilla del Arga a sus amigos y parientes foráneos, con la excusa de que bajo las murallas había un eco prodigioso y digno de oír. Allí, mirando al altísimo muro y dando la espalda al río, los castas hacían gritar a los incautos forasteros, con todas sus fuerzas, "¡zorras...!". Ni que decir tiene que el prodigioso eco resultante no era otro que el de los improperios con que las airadas lavanderas obsequiaban al infeliz, mientras que el bromista, puesto a buen recaudo, se desternillaba de risa. No se quedaban atrás las lavanderas en sus bromas y requiebros, y así por ejemplo, cuando veían que había albañiles trabajando en las fachadas y tejados del casco antiguo pamplonés, les solían dedicar coplas como esta: "Albañil de mi vida/ cuánto te quiero.../ del andamio más alto/ te caigas al suelo". Menudo percal...