En el año 1620 el genial pintor Diego Velázquez pintó la mejor obra de su primera etapa, en los últimos tiempos de residencia en su Sevilla natal. El cuadro pasó a la historia como “El Aguador de Sevilla”, y en él aparecen juntos tres hombres en torno a un botijo de gran tamaño. Uno de ellos, el más viejo, fue según algunos autores, un personaje muy conocido en la sociedad sevillana de la época, un tipo venido de Córcega, que consecuentemente era conocido como “el Corso”, aunque frecuentemente y por confusión derivada del acento local, solían también referirse a él como “el Corzo”. Lo importante del caso es que, cuando el genio sevillano pintó este lienzo, no solo consagró para la historia a este humilde tipo, sino también a toda una profesión, antigua y hoy desaparecida, que se basaba en la venta callejera y reparto a domicilio del líquido elemento. En la Pamplona del siglo XIX había numerosos pozos y también algunas fuentes, sobre todo las que se habían instalado tras la traída de aguas de Subiza en el siglo XVIII, y de las que aún hoy permanecen en servicio las del Consejo, Navarrería y Recoletas. La venta callejera de agua no era por tanto en Iruñea una necesidad perentoria, como podía serlo en la enorme y tórrida Sevilla del siglo XVII. No obstante, el abastecimiento manual de este elemento aún era necesario en algunos domicilios altos, que carecían de agua corriente. Y ese era precisamente el quehacer del protagonista de este artículo, Esteban Baigorrotegui, el aguador de Pamplona.

Trabajador y muy “relimpio”

A pesar de que, en su momento, este personaje fue sumamente conocido y popular en Pamplona, lo cierto es que su memoria se ha perdido casi por completo. La prensa de la época apenas reparó en sus andanzas, y los autores posteriores mayoritariamente lo han venido pasando por alto. Arazuri escribió hace ya muchos años una semblanza suya, gracias a lo cual sabemos que vivió en las últimas décadas del siglo XIX y primeros tres decenios del XX, y que debía ser natural de Estella. Sin poner en modo alguno en duda lo afirmado por don José Joaquín, que no en vano ha sido quien más ha profundizado en la historia de Baigorrotegui, nosotros hemos encontrado este apellido mejor documentado, hacia el cambio de siglo, en la zona de Tafalla y Artajona, y algo más tarde también en Pamplona.

En cualquier caso, parece que Esteban era uno de esos tipos, tan comunes en la sociedad pamplonesa de entonces, que combinaba cierto grado de discapacidad intelectual con una soltura y un gracejo que les hacían ser muy celebrados y populares en la ciudad. Circulaba en Iruñea el rumor de que Esteban no había nacido así, y que sus problemas mentales comenzaron a raíz de que se bebiera una pócima en una farmacia pero, como opinaba el doctor Arazuri, lo más probable es que se tratara tan solo de una leyenda urbana. Sus conciudadanos lo definían, eso sí, como persona honrada, religiosa y que no se emborrachaba nunca, y era además muy cuidadoso en su higiene, cosa poco habitual en la época. Solía llevar pantalón oscuro, camisa impolutamente blanca y abierta casi enteramente, y blusón a cuadros. Cada mañana salía de su casa en la calle Calderería para ir a la fuente de Navarrería (llamada entonces de Santa Cecilia, puesto que no se encontraba en su ubicación actual, sino en la plaza inferior homónima), donde se lavaba concienzudamente. Llevaba además su ropa a lavar a casa de la señora Úrsula, una lavandera de la calle San Nicolás, con regularidad obsesiva, que podía llegar a lo patológico en las épocas en que más llovía. También cuidaba en extremo el agua que servía, y ni siquiera consentía que nadie tocara el barril donde la transportaba. Los mocetes, que conocían esta manía, se acercaban a Esteban cuando estaba cargando el agua y tocaban la kupela, escapándose después, y viendo entre risas cómo el aguador vaciaba y volvía a llenar enteramente el barril.

Glotón y un poco “picón”

De hecho, eran los enjambres de críos que ocupaban las calles los mayores “enemigos” de Esteban. Le llamaban “Pintamonas”, muy posiblemente por la costumbre de pintarrajear paredes, y eso a él le sentaba, en palabras de Arazuri, “como un latigazo”. En tales ocasiones, era capaz de tirar el barril que llevaba al hombro, para emprender la persecución de los críos. En general la gente adulta, cuando se dirigía a él, le llamaba por su nombre y le trataba con cierto respeto, pero los críos lo tomaban a chunga y como fuente de diversión. En una ocasión, por ejemplo, Baigorrotegi estaba persiguiendo a un grupo de mocetes, que se metieron en las escaleras del campanario de San Agustín. Creyendo que los tenía atrapados, el aguador corrió detrás de ellos y comenzó a subir las escaleras, sin darse cuenta de que los chavales, que lo tenían todo pensado, habían saltado de nuevo a la calle por un ventanuco. La diversión consistía en imaginar a Esteban subiendo hasta lo alto del campanario, para verle luego asomarse desde arriba, entre agotado y desconcertado.

Claro que, como he dicho antes, Esteban era a veces rápido e ingenioso. En cierta ocasión, por ejemplo, observándole comer con fruición, alguien le dijo “oye Esteban, tú, por comer, comerías hasta mierda”, a lo que el aguador respondió rápidamente, “sí, pero de abeja...”. Y no le gustaba que le tratasen con desconsideración. Solía hacer el reparto de agua en un barril, que llevaba trabajosamente sobre un hombro hasta la puerta de la casa desde donde le habían hecho el encargo. En alguna ocasión en que, fatigado por el esfuerzo, se encontraba con que no había nadie en casa, vertía el agua al interior del domicilio por debajo de la puerta. Y cuando le preguntaban por qué hacía eso, contestaba ufano “para que sepan que he venido...”.

La calleja del Iruña

Ya hemos dicho que Esteban tenía un apetito voraz, y para solucionarlo contaba con un buen aliado, un tal Bruno Larraya, conserje en el Casino principal, lugar donde se jugaban los cuartos los miembros de la élite económica y social de Pamplona. Este Larraya solía guardarle las sobras de las pantagruélicas cenas que se servían en el casino, y se las sacaba a un callejón, antigua belena, situada junto al café Iruña y contigua al casino. En tales ocasiones Esteban se sentaba allí, sacaba una cuchara de plata que guardaba celosamente, y devoraba como un león. Una copla, muy conocida en la Pamplona de entonces, decía, mencionando a cinco de aquellos tipos populares de la época conocidos por su “saque”:

Alfonsico, Morales y Totola

Pepe el Tonto y Pintamonas

se comieron un besugo

y no dejaron ni la cola.

Pero, pese a lo que en principio pudiera parecer, Baigorrotegui no disfrutaba del todo de la comida, puesto que no tenía ni olfato ni gusto. Y esto fue causa de un desagradable incidente. El conserje Bruno Larraya solía encargar pequeños y fáciles mandatos a Esteban, como cobro del rancho que le servía, y en una ocasión le dijo que vaciara un barril de agua que se guardaba en la ya citada belena. Desgraciadamente, la averiada pituitaria del aguador le llevó a error, y en lugar del agua vació un barril entero de buen coñac francés. Esteban fue despedido de malas maneras y con un disgusto tremendo. Afortunadamente, según cuenta Arazuri, al cabo de una semana, cuando el conserje Larraya supo que “Pintamonas” lo estaba pasando muy mal, le llamó de nuevo y le perdonó. Con el tiempo, y a base de ver a Baigorrotegi entrar y salir mil veces de aquella estrecha y lúgubre belena, el pueblo soberano comenzó a conocerla por su sobrenombre. Hoy es más conocida como calleja del Iruña, por el vecino café, pero en las últimas décadas del XIX y hasta los años 30 del presente siglo, si nuestras bisabuelas hubieran querido mandarnos a hacer algún recado en aquella vieja belena, nos hubieran remitido, sin dudar, a la calleja de “Pintamonas”. Y he aquí que, de esta manera, el humilde aguador de Pamplona ha contado con una “calle” dedicada a su memoria, como si de un rey, un músico famoso o un ministro se tratara...