Hola personas, la semana pasada, como visteis, falté a la cita dominical que tengo con todos vosotros. Una vez más mi salud y mis dolores me impidieron sentarme al ordenador a contaros mis cosas. Esta semana he encontrado solución al asunto y una solícita ayudante transcribe mis palabras. Como podéis imaginar tampoco hoy gastaré mucha suela de zapato en mi paseo. Pasearemos por una interesante exposición de pintura con la que se ha tributado merecido homenaje a un gran pintor.
Vamos a verla. El jueves, día 30, se inauguró en la Casa del Condestable, ya sabéis, esa gran casa que mandó levantar en el siglo XVI el IV Conde de Lerín, Luis de Beaumont, una exposición de las que entran muy pocas en un saco de cien y, ayudado de mi bastón y de un taxi, allí me planté, no podía faltar. Se trata de una muestra de la obra del pintor pamplonés Fernando Iriarte García (Pamplona 1958-2023) en mi opinión, y en la de muchos, el mejor pintor abstracto que ha dado esta tierra. En los grandes salones del Condestable se puede ver y admirar la gran obra que Fernando nos ha dejado. Viéndola no cabe duda de que fue un hombre que consagró toda su existencia a su arte, vivió y murió pintando. Sus cuadros reflejan toda su fuerza, todo su concepto del color y de la materia como matrimonio que, en sus manos, da un admirable resultado. Su obra también nos deja ver su planteamiento iconoclasta de enfant terrible frente a una sociedad que nunca logró meterlo en los vuelos de su capote.
Todas las obras son él, desde los grandes formatos de 2 x 2 a los pequeños papeles de pocos centímetros, da igual el tamaño, su arte se expande o se concentra, pero siempre es el mismo. Fernando no tenía necesidad de doblegarse a nada ni a nadie, porque él nada buscaba, nada pedía, nada pretendía, en su arte tenia los medios y el fin. Pedro Salaberri, comisario de la exposición, nos dice en el catálogo: “Su objetivo más profundo no era triunfar si no que la pintura, el arte, fuera su vida, el vehículo que le permitiera formar parte de la sociedad dando lo mejor de sí mismo, sabedor de que solo la honestidad de su trabajo podía salvarle”.
Él, probablemente, no hubiese estado de acuerdo con esta exposición que le han organizado gente muy allegada, en un homenaje de reconocimiento y cariño, pero, como, por desgracia, ya no está para impedirlo, se ha llevado a cabo, con gran trabajo, gran esfuerzo, y muy buen criterio selectivo.
Iriarte estaba tocado por esa varita mágica del arte que a pocos toca. Sus lienzos encierran formas que en algún caso están a medio camino entre la pintura y la escultura, son materia, son volumen. Sus colores solo se encuentran en la paleta de Fernando, sus azules intensos, sus rojos vivos, sus negros luminosos, sus verdes naturales, y sus tierras y arenas que son como el neutro resumen de todos los demás. Sus cuadros tienen un nexo común en muchos de ellos: una inmaculada línea blanca vertical, tras la cual, conociéndolo, seguro que está él escondido, viendo la reacción del espectador de turno y según cual sea ésta, hará el artista un ácido comentario o un lacónico “qué tontolaba”. Me juego una mano.
Sus últimos meses de vida se vieron inmersos en un asunto farragoso que le dolió: la desaparición del aulario de la UPNA de su cuadro La nube, el río y el molino, un díptico de grandes dimensiones. No le gustó el asunto y montó en cólera poniendo en marcha su lengua y despachándose a sus anchas. Por esos días me llamó y charlamos del tema, te has quedado a gusto, le dije tras leer la entrevista que concedió a este periódico en la que disparaba a diestro y siniestro con nombre y apellidos, sí, me dijo, me he quedado a gusto como siempre, ya sabes que yo no me callo y menos ahora que me voy a morir en dos meses. Se equivocó en la cuenta, fueron siete los meses que sobrevivió a la entrevista.
Iriarte era, en palabras de Miguel Sánchez Ostiz, “...un pintor que pinta ciudades que los demás no vemos, o transeúntes tardíos, madrugadores, que no reconocemos, esos personajes fantasmales y tan anónimos que pueblan las ciudades”. Su obra se apoyaba siempre en títulos no sé si esclarecedores o todo lo contrario: La Sima, Desde Etxalar veréis París, El río, la nube y el molino, Agosto en Pamplona, Cálculo medieval, etc.
Él era feliz en su terruño, sin duda su proyección hubiese sido otra desde una gran ciudad, respaldado por una buena galería o siendo querido por las instituciones, pero eso estaba en las antípodas de sus pretensiones. Y es de agradecérselo. Cada tiempo, cada época, nos deja arte local. El siglo XX nos dejó en sus dos primeros tercios a Ciga, a Basiano o a Lasterra, más cercanos en el tiempo dejaron su huella Martin Caro, Mariano Royo o Xabier Morrás y ahora, a caballo de los dos siglos, tenemos, entre otros muchos, a Juanjo Aquerreta, a Javier Balda a Pedro Salaberri o a Elena Goñi y teníamos a otro, Iriarte, de él nos ha quedado su obra y su imborrable recuerdo.
Pinceles aparte, en el trato personal, era un tío divertido, largo, ácido, si caías en sus garras podía ser demoledor, pero no injusto, solía dar en la diana. Su conversación con él siempre tenía una constante: la risa, al menos conmigo, que cuando nos veíamos tocábamos temas banales, de tertulia ligera, y él siempre acababa con una risotada, era alegre en su mordacidad y divertido. Yo le hice más de una vez fotos de su obra para catálogos de exposiciones y, para no volvernos locos con luces y focos, sacábamos los lienzos a la calle, entonces tenía el estudio en un entresuelo en Barañáin, creo que era en la Avda. Comercial. Allí pasábamos un buen rato sacando sus cuadros a pasear y riéndonos a costa de algo o de alguien. Su estudio era tal y como os lo imagináis, era el típico estudio de un pintor que pinta mucho. Un pintor volcado en su obra no tiene mucho tiempo para ordenar. Pero no había desorden, era actividad. Por allí había cientos de botes con colores, tubos espachurrados, lienzos en blanco, obra acabada, papeles a medio acabar, tierras, arenas, tarros llenos de yeso y escayola, pinceles, brochas, espátulas, trapos, lijas, aguarrás, barnices, el equipo de música, los caballetes, la mesa y todo lo que queráis añadir.
Era extremadamente exigente a la hora de dar algo por acabado, podía pasar semanas con una creación aportándole algo, retocando un tono, alcorzando una línea, añadiendo una luz, o velando esta o aquella zona. Nada era casual, él pensaba la obra y hasta que no la veía no paraba.
Vuela alto Fernando, pinta tus colores en el cielo de los pintores e ilumina con ellos sus paredes.
Hasta siempre, chaval.
Besos pa tos.
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