corría el año 1992 y el país afrontaba con ilusión un futuro que presumía cargado de promesas y prosperidad, pero el reloj de algunos se había detenido mucho tiempo atrás. El empecinamiento de ETA, enrocada en su estrategia criminal, y el inmovilismo de gran parte de la clase política habían desembocado en un callejón sin salida. En este marasmo de frentismo y posturas irreconciliables, un grupo de ciudadanos decidió dar un paso al frente y buscar nuevos caminos. Así nació Elkarri, un movimiento "por el diálogo y el acuerdo" que el 20 de diciembre de aquel año se presentó en sociedad con un ideario fundado en cuatro pilares básicos: no violencia, diálogo, acuerdo y consulta popular.
Los comienzos no fueron sencillos. Desde el principio, el novedoso discurso de la organización levantó suspicacias. Su insistencia en tender puentes, en la necesidad de encontrar un espacio común de encuentro, no siempre fue bien entendida, en una sociedad que salvo admirables excepciones, como la de Gesto por la Paz, permanecía atrapada en una espiral perversa de miedo y confrontación.
A pesar de su inequívoca condena de los atentados de ETA, y de su defensa del derecho a la vida por encima de cualquier otra consideración, la presencia entre los impulsores de Elkarri de personas procedentes del mundo de la izquierda abertzale, su denuncia sin paliativos de las actuaciones antidemocráticas del Estado en la lucha contra el terrorismo y su reivindicación del derecho de la ciudadanía vasca a decidir sobre su futuro le granjearon la antipatía de los sectores más inmovilistas del conservadurismo, que no tardaron en acusar al movimiento de mantener una actitud tibia, ambigua y equidistante, llegando incluso a bautizarlo como "la cara amable de ETA". En el otro extremo del arco político, tampoco faltaron reproches desde quienes, anclados en la más férrea ortodoxia abertzale, no veían con buenos ojos ciertos pronunciamientos que, sin duda, interpretaban como una claudicación intolerable.
Con la perspectiva del tiempo, aquellos ataques, por duros que resultasen, seguramente eran un indicio de que su labor iba bien encaminada. Poco a poco, pese a la las reticencias de ciertos partidos y la cerrazón de ETA, extraviada en su delirio sanguinario, la apuesta de Elkarri "por el diálogo sin exclusiones" fue calando, como una lluvia fina, en sectores sociales cada vez más amplios. Con el paso de los años, el movimiento llegó a aglutinar en sus filas a personas de casi todo el espectro ideológico, unidas en el rechazo a la violencia pero también en la convicción de que se hacía preciso abordar el conflicto desde una nueva perspectiva, buscando puntos de acuerdo más allá de las diferencias y los intereses partidistas. La incomprensión inici -que no obedecía exclusivamente a maniobras de desprestigio orquestadas desde la mala fe, sino también al lógico desconcierto ante un discurso en el que se abordaba la tragedia del terrorismo con un tono inédito y conciliador, que sin renunciar a la firmeza se alejaba de la beligerancia habitual- fue disipándose lentamente. La tenacidad de Elkarri, infatigable en su empeño de abrir nuevos horizontes, terminó por dar sus frutos. Al calor de un respaldo ciudadano creciente -llegó a constituir una comunidad de participación que integraba a más de 150.000 personas-, y de las esperanzas de cambio que trajo consigo la puesta en marcha del proceso de paz en Irlanda del Norte, se sucedieron iniciativas cada vez más ambiciosas: mesas de diálogo entre partidos, masivas recogidas de firmas, manifestaciones multitudinarias, conferencias de paz... Aunque ETA, sorda al clamor popular, continuó matando, inmersa en una loca huida hacia delante, algo empezó a cambiar, de forma lenta pero inexorable. Y Elkarri, durante los trece años que duró su aventura -hasta que en 2006, tras dar por cumplidos los objetivos que impulsaron su nacimiento, decidió dejar paso a Lokarri-, fue a buen seguro uno de los promotores de este cambio.
la implantación en nAVARRA Victor Aierdi, que ejerció como portavoz de este movimiento en Navarra durante una década, desde su constitución hasta el año 2002, echa la vista atrás y rememora, con cierta nostalgia, los primeros pasos del movimiento, en unos tiempos en los que, aunque apenas seamos ya capaces de recordarlo, todo era muy diferente. Las redes sociales no pasaban de ser una ensoñación futurista, la información no viajaba a la velocidad de la luz y organizar una convocatoria, llamar a movilizaciones, algo que hoy está casi al alcance de cualquiera con un solo clic de ratón, suponía por aquel entonces un notable despliegue técnico y humano. "Seguramente, el nuestro fue uno de los últimos movimientos físicos", dice Aierdi.
La implantación social de Elkarri resultó, pues, un proceso complejo y trabajoso, gestado pueblo a pueblo, asamblea a asamblea, en incontables reuniones en las que, gracias a la labor altruista y desinteresada de cientos de voluntarios, que suplían su escasez de medios con grandes dosis de entusiasmo y tesón, poco a poco fue tejiéndose una importante red asociativa. Con el tiempo, este colectivo llegó a contar en Navarra con 600 socios (aquellos que abonaban una cuota económica mensual), y miles de personas que, de una forma u otra, participaban directamente en el proyecto.
Fiel a su filosofía de movimiento social independiente, Elkarri decidió desde su fundación autofinanciar todas sus actividades. Si bien en la CAV llegó a contar con cierto respaldo institucional, en Navarra siempre funcionó con las aportaciones de sus socios, una circunstancia de la que, todavía hoy, Aierdice sentirse muy orgulloso, seguramente porque es la prueba palpable de que, por encima de cualquier otra consideración, Elkarri fue un movimiento esencialmente ciudadano, surgido en el seno de la sociedad civil.
Entre los hitos que jalonaron la trayectoria de Elkarri, Aierdi recuerda con especial cariño las movilizaciones, la visita del ex primer ministro irlandés, Albert Reynolds, y la cordialidad que presidió sus encuentros con los representantes de los partidos, pese a las discrepancias ideológicas.
Preguntado por la contribución al proceso de paz del movimiento en el que militó durante tantos años, Aierdi se muestra cauto. Pese a que la humildad y la prudencia le impiden ir más allá en valoraciones de índole política, no oculta el poso imborrable de una experiencia sumamente enriquecedora a nivel personal, que ensanchó sus horizontes vitales y cambió para siempre su forma de ver la realidad. "Si algo caracterizó a Elkarri es que terminó dando cabida a personas de una calidad humana excepcional; conocerlas y trabajar con ellas fue un privilegio maravilloso", asegura. Y aunque, alejado de cualquier afán de protagonismo, se resista a valorar los frutos de su labor, no puede esconder el orgullo de haber formado parte de aquella iniciativa: "La satisfacción de haber trabajado por la consecución de la paz es impagable", confiesa.
A Aierdi, sin embargo, le queda un inevitable pesar: los años perdidos en vano, el inmenso dolor que podría haberse evitado. "Todo ha llegado tarde", se lamenta.