Corría el año 1985 y en la ciudad gaditana de Jerez de la Frontera presidía el Ayuntamiento un tal Pedro Pacheco, dirigente del Partido Socialista Andaluz, personaje peculiar a quien ahora se podría ubicar entre la autocracia cañí y el populismo. Ocurrió que el cantante Bertín Osborne, artista emergente patrocinado por señoritos y señoritas de la derechona andaluza, había edificado en la localidad un chalet sin tener para nada en cuenta las ordenanzas municipales y Pacheco emitió una orden de derribo, con toda la razón. Pues bien, cuando el Juzgado de Instrucción número 2 de Jerez ordenó suspender el derribo del casoplón, Pedro Pacheco montó en cólera y pronunció aquella frase que hoy hubiera resultado viral: “La gente dirá que la Justicia es un cachondeo, y yo tengo que darles la razón”. La Justicia, si no quieres taza taza y media, condenó al alcalde a seis años de inhabilitación por desacato.

Era el tiempo en que a la Justicia, como a la Iglesia, a la Monarquía y al Ejército, no se le podía ni tocar. Cualquier crítica a la Justicia ofendía a la autoridad competente, a los políticos y a los opinadores del establishment. Pedro Pacheco escandalizó y fue objeto de escarnio e ignominia. ¿La Justicia un cachondeo? Hasta ahí podíamos llegar. Dicen que no lo hizo mal como alcalde, pero de él sólo quedó el recuerdo de su exabrupto hasta que, paradójicamente, volvió a toparse con la Justicia hace un par de años y esta vez para ser condenado por prevaricación. Pero esta ya es otra historia.

Quién lo iba a decir, aquella salida de tono del alcalde de Jerez iba a resultar con el tiempo una verdad como un puño, hasta el punto que a las alturas de hoy la Justicia es uno de los estamentos más desprestigiados en el Estado español. Desprestigio, por cierto, ganado a pulso a lo largo de treinta años de sumisión a los gobiernos de turno. En los tiempos de Pacheco, la gente no conocía de nombre ni de cara casi a ningún juez. Años después, asistió estupefacta a las disputas por el estrellato judicial, a los codazos, a las intrigas, a las prevaricaciones, y la gente se fue enterando de qué jueces eran progresistas, o de derechas, o excepcionalmente independientes (así les ha ido yendo a estos últimos). Con el tiempo, también, las gentes supieron que las más altas instancias judiciales eran nombradas a dedo por los partidos políticos y, en consecuencia, a qué amos se debían. Ciscándose en la separación de poderes de Montesquieu, la cúpula del poder judicial aceptó el papel que con tanto desparpajo les adjudicó el alcalde Pacheco: ser un cachondeo.

Cachondeo fueron y están siendo las sentencias judiciales formalmente impecables pero objetiva y moralmente injustas sobre los máximos responsables de los GAL, los funcionarios policiales condenados por torturas o, por estar aún frescas, las de Urdangarin y la infanta y otras varias sentencias sobre personajes tan poderosos como corruptos. Cachondeo fueron y están siendo las sentencias extremas por delitos de opinión o por desórdenes públicos, la Justicia de la venganza. El personal no duda ya de que la orientación ideológica y la posición social condicionan claramente los pronunciamientos judiciales, lo que ha instalado en la sociedad una profunda desconfianza en su relación con la Justicia.

Pero el cachondeo va más allá de las togas, las puntillas y las puñetas de sus señorías. La Justicia no son solamente los jueces. Subamos el nivel de cachondeo hacia otro estamento clave del poder judicial: los fiscales. Para empezar, la estructura fiscal española tiene un carácter inflexiblemente jerárquico que parte del nombramiento digital por el Gobierno de turno del Fiscal General del Estado, al que todos los fiscales, hasta los de la última Audiencia provincial, deben disciplina y acatamiento. En este sentido, estremece comprobar cómo algunos fiscales se convierten en abogados cuando en el banquillo se sienta personal con pedigrí.

El cachondeo de la Justicia está tocando fondo estos días a cuenta de los nuevos nombramientos de fiscales en cargos especialmente sensibles, cuando se trata de lucha contra la corrupción. Buena le ha caído al pobre fiscal superior de Murcia, un tal Manuel López Bernal, que ha sido destituido por denunciar presiones sobre él y su familia, por investigar y acusar de presuntas actuaciones corruptas al presidente autonómico, del PP. A partir del cachondeo murciano, se ha producido un maremoto en el estamento fiscal con la defenestración de cuanto progresista hubiera sobrevivido, entre ellos el de Juan Calparsoro, fiscal superior del País Vasco. Rizando el rizo, y para culminar el cachondeo, va el propio Fiscal General del Estado, José Manuel Maza, y se lamenta de que también a él le presionan, cuando los fiscales generales llevan décadas dejándose presionar sumisamente.

Decididamente, el alcalde Pacheco tenía razón, mucha razón.