a ampulosa denominación de Conferencia de Presidentes es otra de esas cosas que le debemos a Zapatero, un fruto más del adanismo que le ilustraba. Tal vez alguien debería apelar a la ley de Transparencia para pedir que se difundiera el vídeo de la que tuvo lugar el pasado miércoles, y así nos percataríamos de hasta qué punto puede ser inútil la política, por más que se eleve a su mayor rango institucional. Hay un serio problema sanitario, muy serio, y lo que Sánchez propone para conjurarlo consiste en citar a los representantes autonómicos para que hablen cada uno un máximo de cinco minutos, y adoptar como forzada conclusión que hay que reeditar una norma sobre el uso de las mascarillas en la calle que no solo no tiene sustento científico bastante, sino que ya estaba en vigor en similares términos desde hace meses. No es extraño que cunda la mayor de las desconfianzas. Lo de ómicron no se puede banalizar, por muchas razones. La primera, porque está congestionando los servicios sanitarios de todo el Sistema Nacional de Salud. Lo segundo, porque del mayor número de casos también se derivan casos más graves, aunque sea en menor proporción que hace un año, gracias a la vacuna. Y tercero, porque un virus que circula a sus anchas es un riesgo añadido de mutación o recombinación, que es la manera en la que se perpetúa su progresión epidémica. Si todo lo que cabe contraponer a este nuevo desastre pandémico es un juego verbal sobre cuándo y cómo hay que llevar una mascarilla, y eso es lo que sale de la mencionada Conferencia, estamos ente la constatación de un Estado fallido, donde no se pueden adoptar medidas solventes, coherentes y suficientemente compartidas.

Tomar decisiones que afectan a asuntos sanitarios, y más si se refieren a salud pública, es complejo, pero siempre hay una pauta correcta para hacerlo. La complejidad se deriva de que se necesita corregir usos sociales, lo cual no sólo depende de que una norma figure en un boletín oficial. Es tremendo ver la cola de quienes acudieron corriendo a vacunarse el día que se pidió el certificado para entrar en los bares, señal de que les importaba más lo de tomar vinos que proteger su salud y la de los demás. La gran apoyatura que deben tener las decisiones sanitarias es la evidencia, capaz de demostrar que son necesarias desde un punto de vista técnico. Pero hacer política sanitaria es otra cosa: consiste en hacer eficaz aquello que es deseable, y para eso hay que tener un buen conocimiento de hasta qué punto es posible que una sociedad determinada adopte aquello que le conviene. Por ejemplo, hay quien dice que si tan malo es el consumo de alcohol, por qué no se prohíbe y problema terminado. Cualquiera puede entender que esto no sería factible por múltiples motivos culturales y sociales, con lo que las únicas opciones razonables serían las de procurar que ese consumo esté limitado -por ejemplo, prohibirlo a menores- y se puedan aplicar decisiones conducentes a reducir el daño o rehabilitar a los adictos. El mismo criterio lo podemos aplicar a muchas otras cuestiones, y siempre sacaríamos la conclusión de que para mejorar la prevención en salud no basta ni con campañas publicitarias -ridículas, la mayoría, por el pacato alcance que tienen- ni mucho menos con promulgar normas y reglamentos. De ahí lo trágico, lo ridículo, lo patético de lo de esta semana, el trampantojo de que hay que hacer algo, pero que lo que se hace es sólo tergiversar palabras e intentar hacer ver que aún queda un Gobierno que vela por nuestros intereses. Sí, el mismo que hace unos meses decía al unísono aquello de "las mascarillas dejan paso a las sonrisas", seguramente porque en el grupo de WhatsApp del Consejo de Ministros un Iván Redondo cualquiera hizo circular la gracieta.

La sanidad ha sido siempre la peor parada en cualesquiera políticas públicas que queramos considerar. Lo que invertimos en ella es sólo una parte de lo que se necesitaría. Para dirigirla sirve cualquiera, como se comprueba con la nómina de ministros que han sido, aunque por fortuna no pocos consejeros de comunidades autónomas han sabido compensar, con mucha mejor cualificación, la escasa importancia que en conjunto se le concede. Lo peor de todo es que tampoco hemos aprendido de la pandemia lo relevante que sería para la sociedad fortalecer nuestra sanidad y meritar las decisiones políticas en este campo, tratarla de una manera más congruente, y sobre todo no desacreditarla más con bromitas como la del pasado miércoles.

La sanidad ha sido siempre la peor parada en cualesquiera de las políticas públicas y para dirigirla sirve cualquiera