Rachid Zagaui cayó de su patera a las aguas del Mediterráneo justo en el momento en el que habían sido avistados por un barco de salvamento marítimo. Pese a su intentó por mantenerse a flote a base de pataleos y brazadas se hundió: “No sé nadar, donde yo vivía en Sudán nadie nadaba”. La histeria de las 120 personas que viajaban en el cayuco hizo que la barca, que perdía agua desde hacía horas, terminase volcando. Eran las 5 de la mañana, no se veía nada y cuando Rachid se hundió bajo el agua, pensó que todo se acababa: “Lo siguiente que recuerdo es estar tumbado en un barco con gente atendiéndome. Me salvó un italiano, al que siempre le estaré agradecido. Pero el chico que iba detrás mía, que nos hicimos amigos, no tuvo esa suerte y murió ahogado”.

A Rachid y a las otras 120 personas que se embarcaron con él en Libia los salvó el famoso barco Aquarius, que tras la negativa de Italia a acogerles finalmente el Gobierno de España dejó que echase el amarre en Valencia. Aquel fue el final de la huida que el joven sudanés emprendió cuando tan solo tenía 5 años, un éxodo al que él y su familia se vieron empujados por el conflicto étnico de Darfur, al oeste de Sudán, que estalló en 2003 y que ha llevado a Rachid a encontrar asilo en Pamplona. “Mataron a mi padre cuando tenía 5 años. Tratábamos de huir porque el Gobierno de Sudán era de raza árabe y armó a esa etnia y les dio vía libre para matar a los que somos de etnia negra. Mi madre, mi hermano pequeño y yo conseguimos escapar. Pero a mi padre lo cogieron, lo tumbaron en el suelo y le pegaron 10 tiros en la cabeza”, recuerda el joven.

Su historia, con sus particularidades, es la de más de 84 millones de personas que en la actualidad viven bajo el estatus de refugiados en terceros países. En Navarra hay en la actualidad más de 1.000 refugiados, cifra que ha aumentado considerablemente con la guerra de Ucrania, pero que también incluye a personas de conflictos que han caído en el olvido o que directamente nunca han importado a Occidente. Víctima de uno de ellos es Sakaba C., un joven de Malí, que también ha recibido asilo en Navarra y que, al igual que Rachid, se embarcó en una patera para huir del terror yihadista que asola el norte de su país y que acabó con la vida de su padre. “Yo vivía en Sofara, en el centro de Malí, una zona que hace años era muy tranquila, se vivía bien. Pero desde 2012 los yihadistas no dejan de atacar pueblos y de usar la violencia, especialmente contra las mujeres. Un día llegaron a Sofara y mataron a mi padre mientras trabajaba en el campo y a muchas personas más. Después de aquella matanza, mi madre me pidió que huyera del país”, relata Sakaba.

La ruta Canaria

8 días y 1.400 kilómetros por mar

Tras la matanza, el joven maliense dejó su pueblo, su familia y el campo en el que trabajaba para cruzar en autobús el país y dirigirse al oeste, a la frontera con Senegal. “Crucé a Senegal por la ciudad fronteriza de Kidira. Allí trabajé dos semanas cargando y descargando camiones de pescado y cuando conseguí dinero fui a Saint Louis, en la costa, desde donde salió nuestra patera”, recuerda. Sakaba embarcó en el cayuco junto con otras 47 personas para emprender la famosa ruta canaria: de Saint Louis a la isla de Las Palmas, más de 1.400 kilómetros por mar en una pequeña barca: “Estuvimos 8 días en la patera. Éramos todo hombres porque las mujeres y los niños no suelen hacer ese viaje tan largo porque es muy duro. Se nos terminó el agua y la poca comida que teníamos y al octavo día se acabó la gasolina de la patera”.

Cuando eso ocurrió, a Sakaba le invadió el miedo: “Muchos se habían desmayado, pensábamos que algunos habrían muerto. Al poco tiempo vimos un barco a lo lejos y poco a poco se acercó...”, recuerda Sakaba. Un buque de salvamento marítimo de Canarias fue en su búsqueda cuando les quedaban varias millas para llegar a la isla. “Una vez en tierra nos dieron ropa nueva, porque la nuestra la teníamos completamente mojada, y un paquete de galletas. Entonces, empezaron los trámites de fotos, huella dactilar, etc.”. Después, Sakaba fue llevado a un centro de acogida en Tenerife, donde estuvo cuatro meses antes de que le destinasen a Pamplona, ciudad en la que vive en acogida desde hace dos años.

Un niño con vida errante

De preso a esclavo de las mafias

Desde que salió de su casa de Sofara, en Malí, hasta que llegó a las Islas Canarias, Sakaba pasó cerca de un mes cruzando África y el océano Atlántico para, finalmente, acabar en Pamplona. Aquí ha coincidido con Rachid, quien también huyó del horror de la guerra y la violencia que asolan Sudán, solo que su odisea duró años. Siendo niño asesinaron a su padre los miembros de la etnia que entonces gobernaba el país. “El Gobierno era de raza árabe y solo gobernaba para ellos. Entonces el resto de etnias se empezaron a organizar para luchar contra el poder, entre ellos mi padre. Entonces, el Gobierno dio armas y coches a los de su raza y les permitió que fuesen de pueblo en pueblo quemandolo todo y matando gente. A mi padre lo asesinaron cuando tratábamos de huir de Darfur, la región en la que vivíamos”.

Rachid, su madre –embarazada–, su hermano pequeño Mohamed y una amiga de la familia con dos hijos consiguieron huir de la región. El conflicto generó cientos de miles de desplazados en todo el país, que fueron instalándose en campos de refugiados a las afueras de las ciudades. “Yo era muy pequeño, pero recuerdo que helicópteros de UNICEF nos tiraban comida y agua desde el aire. No se atrevían a bajar a tierra por lo peligrosa que era esa zona”, relata el joven. La familia buscó refugio en El Fashir, capital de la región de Darfur y ciudad natal del padre de Rachid: “Allí nació mi hermana pero estuvimos poco tiempo porque la familia de mi padre no se portó bien con nosotros”.

Rachid recuerda su infancia “cansado”, pues desde muy pequeño compaginaba los libros con la azada: “Con 6 o 7 años iba a la escuela por las mañanas, llegaba a casa, comía y después me iba a trabajar al campo toda la tarde para ganar dinero y poder vivir. Mi madre se dedicaba a limpiar la ropa de la gente”. Pero un día, el destino de Rachid y el de su familia tomaron rumbos diferentes: “Mi madre se fue a Malam, la ciudad de mi abuela, y yo a Nyala, a casa de mis tíos, con la intención de trabajar. Allí estuve en el campo varios meses pero me engañaron. Mis tíos me dijeron que enviaban el dinero que yo ganaba a mi madre, pero ese dinero no llegaba. Entonces me fui”.

Ahí comenzó el periplo de Rachid, un niño de 9 años que recorrió varias ciudades de Sudán trabajando en el campo, en restaurantes o limpiando zapatos para mandarle dinero a su madre. “Al final conocí a un amigo que me llevó a unas minas de oro. Era como si fuésemos autónomos, depende del oro que sacábamos ganábamos más dinero o menos. Pero un día me caí en la mina y me rompí la mano, por lo que tuve que irme a Jartum –la capital– a que me atendieran”, detalla el joven, que cuando se recuperó volvió a limpiar zapatos en la capital hasta que un día un militar le reconoció como hijo de su padre: “Se dieron cuenta de quien era yo, el hijo de un opositor al que habían matado, y me metieron en la cárcel dos meses. Después me dieron a elegir: o me metía al ejército o a trabajar al campo. Elegí la segunda, claro, y una noche aproveché y me escapé”.

Pero su libertad no duró mucho. A los pocos meses, volvieron a capturarle. “Como me había escapado me llevaron a una prisión de máxima seguridad y estuve mes y medio en una celda de aislamiento a oscuras y sin ventanas, con grilletes en los tobillos. No sé cuantos grados haría, pero estoy seguro que más de 45. Cuando me sacaron, estuve dos días sin poder ver bien. Fue un infierno”, recuerda Rachid con amargura, aunque se le escapa una pequeña risa al acordarse del guardia de seguridad que, por pena, le daba algún que otro cigarrillo. Volvió a realizar trabajos forzados en el campo y como creía que no tenía nada que perder, volvió a fugarse: “Por cada diez presos había un policía. Cuando nos llevaban al campo a trabajar todavía era de noche, así que un día que vi que el policía estaba lejos salí corriendo hacia un bosque de árboles. Al verme, los guardias me empezaron a disparar... No había pasado tanto miedo en mi vida porque las balas me rozaban. Por suerte había muchos árboles y conseguí huir ileso”.

Después de aquello, con 17 años, Rachid se dio cuenta de que tenía que salir de Sudán. “Volví a Jartum porque no tenía otro sitio al que ir, pero pronto crucé a Egipto, donde estuve 8 meses trabajando, hasta que me fui a Libia porque ya tenía claro que quería venir a Europa”, recuerda.

Sin embargo, el episodio de la cárcel iba a ser casi anecdótico en comparación con lo que le quedaba por vivir: Rachid y un amigo pagaron 500 dólares para que un hombre les llevase hasta Tajoura, una ciudad de la costa libia desde donde salían varias pateras: “Al llegar, nos llevó a la entrada de una nave. Allí, de repente, otro hombre nos apuntó con un fusil. Dentro de la instalación había como 500 personas, de todas partes de África, que también querían cruzar a Europa. Entonces nos dijeron: ‘Si queréis montaros en una patera tenéis que pagar 3.000 dólares, sino os quedaréis aquí’. No me lo podía creer...”. En mitad de la entrevista, el joven se remanga el pantalón y muestra varias cicatrices en el gemelo y la rodilla, provocadas por quemaduras. “Por las noches venían varios hombres y empezaban a pegar a la gente. También nos quemaban la piel. Mientras tanto, llamaban a nuestras familias para que vieran lo que nos hacían y para que así pagaran nuestro rescate. A mi madre le llamaron y le dije que no pagara nada. Y a los traficantes les dije que si querían que me matasen. Ahí ya vi el final de mi camino”, relata Rachid.

Como vieron que no iba a pagar, los traficantes lo convirtieron en esclavo: “Me tuvieron 6 meses haciendo trabajos forzados en el campo, sin cobrar nada. Después me soltaron. Era 2018 y volví a trabajar para conseguir el dinero que valía montarme en una patera en Trípoli: 2.000 dólares. Cuando los tuve me monté en una en junio de 2018, junto a otras 120 personas y fuimos rescatados por el Aquarius”.

Asilo en Pamplona

“Aquí estoy súper a gusto”

Ahora, Rachid lleva cuatro años en Pamplona y Sakaba, dos. Echan de menos su tierra y su familia pero están encantados con su nueva vida en Navarra, lejos de la violencia y la muerte. “Aquí estoy súper a gusto”, expresa un Rachid sonriente, que trabaja en un taller de chapa y pintura y que acaba de sacarse el carné de conducir. “Me gustaría volver algún día a Sudán, pero ahora mismo no puedo. Mi madre y mis hermanos están bien, pero no los veo desde 2011”, relata. Sakaba también está contento en Pamplona, donde trabaja limpiando la ropa de los sanitarios en el Hospital Universitario de Navarra. “Mi familia está a salvo en Bamako. Pero a Sofara no pueden volver, es muy peligroso”.