En el marco de una de las puertas de un centro para niños con discapacidad hay un cartel en el que se lee: “Aquí no crecen plantas ni flores, pero florecen personas”. Los saharauis llevan casi medio siglo expulsados de su tierra, en medio del desierto del Sahara de la hamada argelina, sin grandes recursos y con la duda de no saber si algún día recuperarán aquello que les pertenece. Sin embargo, se refieren a ellos mismos como “un pueblo muy poético. Nos reímos de aquello que también nos hace lamentarnos. La pobreza también te vuelve creativo”, expresa Beini Fa, una mujer saharaui. En un momento en el que el apoyo internacional se ha vuelto mínimo, debido a que cada vez hay más conflictos y catástrofes, y el Sahara ha pasado a ser una de las grandes crisis olvidadas, la población ha tenido que reinventarse para ganar autosuficiencia.

Justo cuando está rozando los 50 años en el exilio, la población saharaui se ha puesto manos a la obra y ha comenzado a realizar labores que propician la autogestión y el desarrollo. Cada año, la Asociación Navarra de Amigos del Sahara (ANAS) organiza un vuelo chárter para que 147 personas puedan conocer la situación en los campamentos y los lugares clave en los que se materializa esta voluntad del pueblo por avanzar y por mejorar sus condiciones de vida. En este último viaje, se pudo conocer un centro pionero para niños con discapacidad, una escuela de cerámica para mujeres o la biblioteca Bubisher Pilar Bardem, en donde los más pequeños leen y reciben clases de castellano.

Cartel que se encuentra en la puerta de un centro para niños con discapacidad. Izaro Díaz

Estas excursiones comenzaron hacia 1999 y se producían cada dos o tres años, cuando las familias navarras querían visitar al crío o cría que habían acogido durante el programa Vacaciones en Paz. Después, en 2010, el subdelegado del Frente Polisario en Navarra, Mohamed Gailani, propuso que estos viajes fueran más rutinarios para mostrar la situación de los campamentos y ofrecer una nueva visión de la cultura saharaui. “Esto nos permite repetir la excursión al Museo de la Resistencia, en donde se expone el origen del conflicto, el problema con las minas y la esencia de una población nómada que tuvo que caminar durante años para llegar hasta donde están ahora situados”, explica Carol García, coordinadora de ANAS.

Uno de los tanques de guerra que se encuentran a la entrada del Museo de la Resistencia. Izaro Díaz

Por otro lado, a través de espacios, como la escuela 8 de marzo o el Hospital el Aaiún, es posible conocer cómo el pueblo incide en dos de los grandes marcadores de progreso: la educación y la sanidad. En cuanto al Centro de Cerámica de Smara, fue instaurado para que las mujeres ganen cierta independencia porque reciben una dotación simbólica para llevar a casa, aprenden a producir vajillas, herramientas de cocina y decoraciones, y se liberan un poco de las cargas de su día a día”, menciona. Este año, como novedad, se ha incorporado una granja de pollos, una instalación dedicada a la cría y producción de más de 3.000 pollos para fines comerciales. “Tenemos que ayudar, pero no ordenar. Desde la pandemia se nota que el pueblo saharaui se está moviendo cada vez mejor”. Y eso se demuestra a través de esta granja con la que se genera un circuito de autogestión propio. “La evolución es favorable. Se está viendo que ellos detectan sus carencias y tratan de satisfacerlas, declara.

UNA NUEVA FAMILIA

Dice un proverbio saharaui que “la familia es una sombra en el desierto”. De esto saben mucho los navarros que pisan por primera vez los campamentos, cuando conocen la hospitalidad, el apoyo mutuo y el respeto de quienes se han convertido en sus hermanos saharauis. “Siento que quiero estar aquí con ellos. Son mi familia, aunque no compartamos sangre”, confiesa Carol. Y siempre se quiere volver. Paula Esparza ha viajado un total de diez veces a los campamentos, en donde, incluso, se casó con su marido Javier Lansac Colom. “Mis padres traían niños saharauis a casa cuando yo era pequeña. Como creamos mucho vínculo, cada año venimos al Aaiún a visitarles”, explica Paula. Su padre, Francisco Esparza, volvió a pisar el Sahara tras muchos años sin poder viajar y se reencontró con uno de los niños que estuvo viviendo en su casa. “Me parece emotivo porque he visto cuánto ha crecido y que está estupendo”.

Francisco Esparza, Javier Colom y Paula Esparza, con una de las familias que conocieron a través del programa Vacaciones en Paz. Izaro Díaz

Por otro lado, Irene Escudero también es asidua en los campamentos y reconoce que tiene una relación de amor con el Sahara: “Son muchos años ya”. Todo comenzó con el programa Vacaciones en Paz, en el que ella colabora. La primera vez que llegó, no había luz ni agua, y las casas eran de adobe. “Les ha costado mucho avanzar en esto. Edificaban lo mínimo porque pensaban que iban a volver pronto a su tierra. Iban siempre con el baúl preparado para irse. Ahora piensan en vivir dignamente hasta que puedan irse. Además, están viendo que cada vez hay menos ayuda. La situación es muy difícil porque todo ha encarecido. Sobreviven a base de té”, reflexiona. Con el objetivo de que la lucha por esta causa continúe, Irene animó a sus nietos, Maider e Iker Andrés, de 12 años, a que fueran a los campamentos. “Fue fácil convencerles porque están acostumbrados a escucharme hablar de mis batallitas en el Sahara”, reconoce.

Iker, Irene y Maider, junto con dos chicas que fueron desde Valladolid a los campamentos. Izaro Díaz

Mural realizado en la escuela de Smara por Ibai Andueza y Johanes Oderiz. Cedida

De izda a dcha, Osane Andueza, Libia Oteiza Ros, Ibai Andueza, Gaizka Esain, Johanes Oderiz. Izaro Díaz

Mientras Libia Oteiza y Osane Andueza visitan Casa Paradiso —un centro para niños con discapacidad en Bol-la que está previsto que se cierre el 31 de diciembre, después de que le denegaran el visado a Rossana Berini— para tratar a través de la osteopatía a los tres niños que todavía permanecen en el centro, Johanes Oderiz e Ibai Andueza —hijo y sobrino, respectivamente— pintan un mural en la escuela de Smara en el que se observa la mano de un profesor con un lápiz sobre la bandera del Sahara y un cuaderno que versa: “A la escuela, a la cultura saharaui, a la cooperación, a las personas que enseñan”, con un “shukran” escrito por las maestras. “Ha sido una aventura porque la pared es de arena y chupaba todo muchísimo. Durante esta ardua labor, los niños del colegio los miran con extrañeza y júbilo: “Saben que lo están haciendo con todo el amor del mundo para ellos, para inmortalizar que les apoyamos en esta lucha. Siempre”, concluye Osane.