A María Pilar Garés Compaired –vecina del barrio de San Juan de 83 años– le ocurrió en octubre de 2023 “lo que nunca tuvo que haber pasado”. Después de 58 años de matrimonio –o, como ella prefiere decir, toda la vida– falleció su marido y se quedó “manca, me faltaba mi otra mitad”. Y, a pesar de que sus hijos y nietos siempre le acompañaron, ella notó la soledad como una aguja que atravesaba el silencio de su hogar, ahora solitario. De pronto, le dejó de apetecer salir a la calle, hacer sus cosicas del día a día y solo pensaba en esconderse debajo de la cama. “Lo único que hacía era llorar y secarme las lágrimas si me llamaban mis hijos”, confiesa. Una amiga suya le recomendó que se apuntara a Siempre Acompañados. Y fue “un visto y no visto. Conté todas las penas, me aconsejaron sin conocerme y cada día salgo más contenta. Olvidar no se olvida –y tampoco quisiera hacerlo–, pero me enseñaron a pasar mejor el tiempo”.
En esos cursillos iniciales reconoce que se desnudó junto con el resto de sus compañeras porque “estábamos viviendo, aunque con variaciones, experiencias muy similares. Te das cuenta de que tienes muchos motivos por los que dar gracias; en especial, porque generas vínculos. Yo ahora tengo mi cuadrillica. Nos llaman las luneras porque siempre nos juntamos al principio de la semana para contarnos todo lo que hemos hecho”.
Por su parte, Concha Maestre Bermejo –vecina de 75 años de Iturrama– contaba con una cobertura social amplia –aunque es soltera, vive sola y no tiene familia en Navarra–. Sin embargo, ella buscaba la manera de acercarse al programa para conocerse mejor y empezar a gestionar su proyecto de vida. Sobre todo, desde 2022, cuando se rompió la cadera y los problemas de movilidad le limitaron muchas de las salidas y actividades que realizaba. En septiembre de 2024 conoció a Ana María Pérez –trabajadora de la fundación, a la que ella considera su “guía”– y, desde entonces, está “encantada no, lo siguiente. Me ha abierto caminos que, quizás, tenía en mi mente, pero no me animaba a dar el paso. Y me ha ayudado a planificar el futuro al que puedo aspirar y a gestionar distintos trámites burocráticos. Yo sobre todo sentía una soledad de recursos. Antes no sabía dar pasos por mi cuenta”, explica.
La soledad “buena”
Ambas admiten que han aprendido a redescubrirse y convivir con esa soledad “buena”, para después “descansar a gusto. Porque estás tranquila y satisfecha con lo que eres en el presente, en el nuevo estado que nos está tocando vivir”, dice Pili. Pero todo esto se lleva mejor en compañía, con la certeza de que cada paso que dan está amparado por la experiencia y el cariño de quienes les complementan y a quienes les dejan un poso de ternura. “Las quieres de la forma más pura porque forman parte de nuestro relato”, asegura Concha.
Una vida después
Los meses antes de que su marido muriera, Pili se dedicó en cuerpo y alma a cuidarle “como una madre”. Además, hacía la casa y preparaba algunas comidas de más “por si venían los nietos”. Poco a poco y sin darse cuenta, se fue dejando porque nunca pensó en su futuro, en donde la ausencia iba a ser la estampa de cada mañana. Cuando se despertara y no estuviera él, cuando cocinara para ella sola, cuando no volviera a hablar con el amor de toda una vida.
Por otro lado, Concha probó su vulnerabilidad justo después de jubilarse, cuando comenzaron los achaques de la edad y las limitaciones físicas. Y, en concreto, cuando se rompió la cadera, la tuvieron que llevar al Hospital de Tudela y no tenía a nadie que la acompañara. Con todo, ella –que es una mujer inquieta– no dejó de ir a la universidad o de ir a su club de lectura, aunque cada vez menos porque “me cuesta mucho desplazarme”, explica. Por eso, su soledad no escogida le hizo vacilar con dejar de lado todo cuanto ella reconoce que le hace bien y que le gusta. “No encontraba la manera de adaptarme. Pensaba en el futuro lejano sin darme cuenta de que la vida cambia y de que tengo que ir día a día”, asegura.
Y aunque desde que comenzaron en el programa han experimentado muchas mejoras en su estado de ánimo y en su forma de comportarse, todavía quedan los raticos de soledad. “Por las mañanas me doy cuenta de que me falta algo, y eso me duele mucho. Pero he aprendido que es muy bonito echar de menos y por las tardes esa pena desaparece”.
Ahora asumen la soledad como algo necesario. Y la debilidad se convierte en una fortaleza. “A mí me gusta pasar las tardes sola porque ya estoy muy cansada para salir a la calle. Así que, entre la lectura, estar con el ordenador y las llamadicas con las amigas, ya tengo la tarde hecha”, menciona Concha, mientras le coge la mano a Pili, a la que acaba de conocer con motivo de este reportaje, con la que ha conectado y a la que ha prometido volver a ver. Porque a la vejez se le da la vuelta con valentía y proximidad, y con la pregunta “¿quieres ser mi amiga?”, con la que la soledad se despide. Y reaparece la vitalidad.