Manuel Reyes Mate nos introduce en un recorrido filosófico y humanista por la historia de las ideas que han justificado las guerras y han generado las actuales actitudes personales y colectivas que las sostienen.

Señor Mate, en la conferencia del pasado día 8 inició su exposición con una cita del Papa Francisco en Fratelli Tutti. ¿Por qué le parece tan importante esa afirmación?

–Esas palabras -“Hoy es muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una guerra justa. ¡Nunca más la guerra!”–son importantes porque ha sido la teología cristiana la que ha hablado de guerra justa y es el Papa quien la declara extinta.

¿Podríamos profundizar un poco en ese concepto de “guerra justa”?

–El concepto de guerra justa tenía un valor paliativo en el contexto cultural occidental en el que la guerra era elemento fundamental. Hay que ubicar la guerra en el contexto de la violencia, a la que se consideraba no sólo inevitable sino necesaria para la vida política.

¿Hasta cuándo tenemos que remontarnos en la historia de Occidente para buscar esta idea?

–Podemos citar, en primer lugar, a Aristóteles, que justifica la guerra por dos razones: en primer lugar, para evitar que la polis fuera esclavizada y, en segundo lugar, para esclavizar a los que lo merecían. Quizá no estamos tan lejos de esa mentalidad si recordamos la tesis según la cual los pueblos superiores son pueblos elegidos, con derecho a imponerse a los menos desarrollados. Esta tesis nos ha servido a los occidentales para justificar conquistas, colonias, imperios … hasta ayer. Aristóteles dice que la guerra es filosóficamente necesaria para el buen orden de la polis y se hace en nombre de la humanidad.

¿Y volviendo a su referencia a la teología cristiana?

–San Agustín da un giro a esta tradición, entendiendo ese orden que proporciona la paz de manera diferente. Ese orden, informado por el cristianismo, no admite esclavos, pero es un orden, es decir, tiene que responder a las exigencias de la naturaleza humana que, al ser de todos, quiere la paz. Conseguir la paz es el objetivo de ese desorden que llamamos guerra. A partir de ahí, empezamos a hablar de guerra justa porque reúne las condiciones que llevan a la paz. San Agustín fija esas condiciones: que sea el soberano el que declare la guerra, la existencia de una causa justa y la intención recta. Estas condiciones de la guerra justa ya no se dan actualmente.

¿Por qué no pueden darse?

–Porque todas las guerras actuales tienen una dimensión mundial. La auctoritas debería ser una instancia mundial, una nueva ONU que, a diferencia de la actual, tuviera capacidad ejecutiva. Tampoco hay causa justa porque cualquier guerra hace más daño que el que pudiera reparar, debido al poder del armamento. Finalmente, ausencia de intentio recta. Las guerras locales forman parte de un juego geopolítico donde lo que manda es el poder y no la justicia.

Supongo que también los intereses económicos, ¿no?

–Por supuesto, la industria armamentística necesita gastar la producción para que la inversión sea rentable; por eso, Benjamin explicaba la guerra como resultado de un “exceso de armamento”.

¿Qué consecuencias trae el hecho de reconocer que no hay guerras justas?

–Complica los problemas, porque quien sostenga esta tesis tendría que recurrir a la diplomacia para resolver los conflictos y eso le dejaría en desventaja respecto a los que no renuncian a la guerra. Tendríamos que elegir entre resignarnos a reconocer que la violencia forma parte de la condición humana o preguntarse si la humanidad no ha pensado algo distinto. La primera opción es inaceptable porque, como diría Kant, repugna a la razón moral. Afortunadamente ha habido quien lo ha pensado de otra manera: al lado de la tradición agustiniana, que relaciona la paz con la guerra, está la tradición tomasiana, que relaciona la paz con la amistad.

¿A qué se refiere?

–Santo Tomás se inspira en la filosofía aristotélica de la amistad. En este planteamiento la paz es una consecuencia de la amistad, el resultado de un “deseo de bien común”, una actuación personal y social animada por la búsqueda del bien de todos. Para Aristóteles y Santo Tomás, la amistad es una virtud política que alimenta la relación entre individuos y pueblos con la savia de una naturaleza humana que es común.

¿Podría hablarnos algo más de este concepto?

–La amistad, como virtud política, debe tener las siguientes características: que sea benevolente; que busque el bien de los otros, no por los beneficios que le reporte sino por ellos mismos; que sea recíproca, pues no hay amistad si el otro no responde; que se respete su fuerza expansiva: entendamos que hay muchas formas de comunidad (la familia, el barrio, la ciudad, el país, el mundo...). La capacidad convivencial de la amistad (que él llama comunicatio) hace que si contribuye a solucionar un conflicto a nivel nacional, por ejemplo, se respete el impulso que de ahí nace para mejorar las relaciones internacionales: un conflicto nacional no puede significar daño a la comunidad internacional o a la naturaleza.

¿Y cuál es el problema de este planteamiento?

–Unos dicen que la ingenuidad: no tener en cuenta que tira más lo local que lo general; lo propio que lo de todos; lo nacional que lo mundial… Pero hay otro impedimento de más peso: el hombre moderno no sólo ha perdido el sentido político de la amistad, sino el de bien común. No aceptamos la idea de una naturaleza humana porque limitaría el alcance de nuestra libertad; y, algo más: hemos colocado el techo del bien común en el Estado. Nada hay superior al “interés nacional”. Por él se mata y se muere, y si nada hay superior al “interés nacional”, la relación entre los Estados es, como dice Hegel, de guerra.

Creo que esto del papel de los nacionalismos es lo que Ud. desarrolla en su libro “Tierra de Babel”, ¿no?

–Si, así es. Lo que le acabo de decir nos lleva a una conclusión constatable empíricamente: la razón mayor de la guerra ha sido la soberanía del Estado. Como reconoce Hegel, el nacionalismo (no el catalán o vasco, sino el del Estado, que es al que aspira todo nacionalismo) es la gran causa de la guerra.

¿Y dónde buscamos la paz?

–La construcción de la paz pasa por una crítica del nacionalismo, por revisar el papel que tiene el Estado o la Nación en nuestra cultura. Quien vio esto con claridad fue Kant en su Paz Perpetua: “La paz no es lo natural entre los hombres”, sino más bien “un imperativo de la razón”. Si los Estados quieren superar el peligro que representa el Estado habría que pensar en una entidad supra estatal creada por todos ellos y a la que todos se sometieran libremente. La paz va ligada a la creación de un orden mundial que no dependa de los Estados.

¿Podemos llegar a algún tipo de propuesta?

–No me atrevería a hablar de propuestas, pero sí podemos concluir de momento que la guerra no lleva a la paz porque la que podría hacerlo (guerra justa) no es posible. La guerra ni es justa ni es solución, porque la paz que se impone es la del vencedor. No tiene sentido apostar por la guerra para ganar la paz.

Según su opinión, ¿qué podemos hacer para no caer en la ingenuidad pacifista?

–Antes de ese necesario “hacer”, conviene preguntarse qué podríamos decirnos, pensar, imaginar: seamos conscientes de la magnitud del problema. Pensar que ni la guerra justa puede llevarnos a la paz es una novedad que hace crujir los cimientos de nuestra cultura y sólo puede plantearse como una batalla a largo plazo. La alternativa pasa por un cambio en la superestructura de la política: pasar de lo estatal a lo federal, de lo nacional a lo posnacional.

Sr. Mate, lo que acaba de decirnos nos lleva a un nivel de actuación global, pero ¿en lo personal?

–En lo personal, es necesario un cambio en el modo de entender la responsabilidad ciudadana. Todos somos combatientes o por la paz o por la guerra. Alemania no hizo lo que hizo sin la complicidad moral y política de todo el pueblo alemán. Por eso, todos somos culpables moral y políticamente.

Entonces, ¿qué debemos hacer?

–Mire, se hicieron cosas para derrotar al hitlerismo: Hitler fue vencido y se implantó un sistema político democrático que condenó a los nazis, pero todo eso ¿trajo la paz o un orden nuevo? No. Al día siguiente empezó la guerra fría y hoy, cuando ya no hay guerra fría, hay más guerras que nunca. Algo ha escapado a los esfuerzos que han guiado la lucha contra la barbarie. Levinas dice que hemos olvidado el mandato que nos constituye en seres humanos, que es previo al ser racional, el mandato “No Matarás” que, en lenguaje bíblico, significa “temor” y “angustia”: miedo a morir y horror al tener que matar.

¿Podría profundizar esta idea?

–El ideal de paz estaría ligado a entender la muerte del otro, el matar, como algo que anula la posibilidad de lo humano. Hablamos de un mandato, de algo previo a cualquier consideración moral y política sobre la guerra justa o sobre la violencia necesaria, como si el rostro del otro -al pedirnos “no matarás”–dispusiera de una autoridad tal que nos manda que nos hagamos cargo de él, que sea cual sea el orden mundial que pretendamos, jamás suponga exigir el sufrimiento del otro. Este mandato nos pone del lado de las víctimas.

¿Qué ha fallado o en qué hemos fallado?

–Según Levinas, lo que ha fallado es el mandato del “no matarás”, que ha sido sustituido por el culto a la violencia. Nos falta someter esa cultura de la violencia, que es la del logos occidental, al mandato del no matarás. Ese logos sigue vigente hoy. Por eso aparece incluso tras una reacción a la guerra: nada bueno augura una crítica a la masacre de Gaza cuando es una reacción airada.

¿Volvemos al mandato del “no matarás”?

–Pienso que el mandato del “no matarás” se puede traducir por un talante compasivo que debería informar toda la vida activa y reflexiva. Ese talante se concreta en dejarse interpelar por todas las víctimas y no sólo por las “nuestras”; en no primar más nuestra indignación que nuestra responsabilidad; la indignación satisface nuestro estado de ánimo, mientras que la responsabilidad nos lleva a preguntarnos por nuestra complicidad con el agresor y con la violencia.

¿Es suficiente?

–Alguien podrá decir que esto es poca cosa, pero quizá no tan insignificante si pensamos que el arma más poderosa de los belicistas (o de sus críticos) es que no hay más alternativa a la paz que aquella que pase por la guerra.

Durante el coloquio, en respuesta a una pregunta, Ud. volvió a invocar el imperativo del “no matarás”. Me parece que, para Ud., es algo central.

–Así es. Uno puede pensar lo que quiera sobre el otro o sobre el mundo, pero hay algo que nos constituye como seres humanos y es no hacer daño, hacernos cargo del otro, el no matarás. Me llama la atención que los que nos sentimos del lado bueno de la historia pasemos de largo ante este mandato y demos más importancia, por ejemplo, a la identidad nacional. Lo que no podemos, si queremos pertenecer a la especie humana, es hacer un proyecto cuyo coste sea victimizar a otros.

También se debatió sobre la indignación de las personas que se manifiestan en las calles.

–A mí me parece bien que la gente reaccione ante escándalos como el de la guerra en Gaza. Lo peligroso es que nos indignemos de tal manera que pensemos que el que se indigna es superior y está por encima de los otros, que tiene una autoridad moral para denunciar, juzgar y condenar. Olvidamos que el Estado de Israel es el resultado de una historia en la que nosotros somos parte, porque el pueblo judío tenía como ideario político el vivir pacíficamente entre los demás pueblos y resulta que les hemos ido echando de todos los sitios, hasta llegar a un momento en el que se plantean ser como los demás pueblos, tener un territorio.

Ahora bien, todo ello no implica que lo que está ocurriendo sea aceptable.

–Por supuesto que es indignante, inhumano y condenable. No debe de haber duda en condenar la barbarie que causa tanto sufrimiento y hacer todo lo posible por conseguir el silencio de las armas, pero no simplifiquemos lo que es complejo. No sólo hay que detener la mano del Presidente israelí sino también tener en cuenta la responsabilidad de Hamás que provocó la guerra con sus 1.200 asesinatos y 250 rehenes el 7 de octubre. Ya lo dijo Mahmud Abás en la ONU: Hamás es un obstáculo para la paz.

No es fácil, Sr. Mate, tomar decisiones en esta situación.

–Tengo claro que la paz nunca será el resultado de la guerra, pero eso no significa el desarme inmediato. Hay que combinar el recurso a la diplomacia con un proceso de desarme. Vamos en la dirección equivocada si pensamos que el camino es invertir más en armamento o aumentar la cuota armamentística que nos pide la OTAN. Ahí se confunde la paz con el negocio de las armas.

¿Qué piensa de la situación concreta del pueblo palestino en la actualidad?

–El pueblo palestino es la víctima de esta guerra, pero en las causas está implicada la responsabilidad del gobierno israelí y la de Hamás. Eso no te lleva a negar la solidaridad con las víctimas gazatíes, pero tampoco a no tener en cuenta a las víctimas judías. Recordemos las palabras del presidente de la Autoridad Palestina en Naciones Unidas, cuando manifestó que Hamás no representa al pueblo palestino porque su guerra es otra (“la guerra santa”) aunque eso suponga el sacrificio de su pueblo.

También se suscitaron preguntas sobre las víctimas de cualquier tipo de violencia.

–Todas las víctimas merecen el mismo respeto porque todas son inocentes respecto a la violencia que han sufrido. Y el mensaje que mandan es que aprendamos la lección y no repitamos. Es el famoso “nunca más”. Analizando casos de supervivientes de Auschwitz, me ha llamado la atención la llamada al perdón y no a la venganza. La memoria de las víctimas no debería dividir, y, si divide, es porque algo estamos haciendo mal. Hay encuentros entre víctimas y victimarios o entre víctimas de distintas procedencias ideológicas, impulsados por la “justicia restaurativa”, que deberíamos conocer y aprender de ellos.

Seguramente, fue una sorpresa para los que les escucharon tras Auschwitz.

Al principio nadie les escuchó. Los demás querían venganza o, en el mejor de los casos, sólo justicia. Tardamos mucho tiempo en entender que, como decía Paul Ricoeur, “el fin de la memoria es el perdón”. Para empezar de nuevo hay que romper la cadena que nos liga al pasado y darnos una segunda oportunidad. Eso es el perdón, algo grandioso porque es gratuito, aunque no sea gratis pues exige de todos (víctimas, victimarios y espectadores) un paso al frente que nada tiene que ver con “pasar página”.

Se puede ver la conferencia completa en el siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=L72jtuBFJnc