No tengo ni papa de clima, pero sé que este verano he pasado más calor que en mi vida, desde junio, y que varios días he lamentado profundamente haber dicho tantas veces que me gusta el calor. Pero es que es verdad: me gusta el calor. El calor para mí es hasta los 30 grados, 32 como mucho en verano y en sitio de playa o de río. A partir de ahí, de 32 para arriba y de más de 20 por la noche, ya no es calor, es otra cosa, es estar metido en una tostadora, así que este verano me está sirviendo para darme cuenta de que no me iría a vivir a países en los que la temperatura media está la mitad del año o más por encima de 25. Eso sí, sin problema al resto y a lugares con media anual de 20 o por ahí. Aunque eso de que refresque algo por las noches está muy bien, es un bien meteorológico que solíamos tener por el norte hasta no hace mucho y que cada vez cuesta más retener, porque anda y que no hemos tenido noches por encima de 20 y más grados: demasiadas. No obstante, este hecho incontestable –hablan del verano del 2003. No pasé tanto calor en el 2003– yo al menos no puedo achacarlo al cambio climático, porque de eso no entiendo nada, no pienso meterme en unos vericuetos que dejo a los científicos y a los que tengan datos y conocimientos suficientes en la materia, porque no puedo asegurar que esto sea un asunto que se haya dado más veces cíclicamente cada equis miles de años o que sea causado por la acción del hombre. Ni idea. Sé, eso sí, que la perspectiva que mentalmente he tenido este verano no me tranquilizaba nada y que las miserias que se derivan de un planeta cada vez más caluroso y con fenómenos extremos de lluvias o sequías son evidentes y de un inmenso calado, así que a lo que sí le voy a poner atención y mucha es a ver qué puedo hacer yo para poner mi minúsculo grano de arena para pelear contra eso si es que es cierto que cada uno de nosotros podemos hacer algo.