A veces la veía a lo lejos, pasando el puente viejo de Burlada, y buscaba evitarla, aunque finalmente siempre acababa yendo hacia ella para vernos un instante. Pero en ocasiones mi instinto de conservación o quién sabe si egoísmo, para no ver claramente reflejada mi absoluta pequeñez, me susurraba al oído que no afrontase aquel rato, porque ella me iba a coger del brazo, siquiera metafóricamente, y me iba a dar una paliza de realismo, valentía y humanidad para la que ese día en ese momento no estaba preparado.

Uno no está todos los minutos del día disponible para contemplar a gente como ella, a mujeres como ella, que enfrentan la enfermedad y el dolor –que lo tuvo en cantidades industriales– y el presente y el futuro tan inciertos con la elegancia y sensatez y naturalidad con la que ella lo hizo tantos y tantos años. Hablabas también de tonterías, claro, lógicamente, de qué tal las cinco fieras que tenía en casa, de que una era así y la otra asá y aquella me gusta para tu Luka, de Gabi, claro, de amigos y amigas comunes, de lo que fuera, de si seguía de baja porque no estaba segura de coger el alta, de que el último tratamiento no había ido muy allá, ya ves, habrá que pensar otra cosa.

Cuando te despedías de Asun Ozkoidi tenías la total certeza de que te despedías de una gigante de la vida, de una verdadera y permanente campeona del mundo del vivir. Asun te miraba, te sonría –no solo sonreía, es que se reía mucho–, con toda esa belleza indiscutible que ya tenía en los 80 y los 90 y no podías sino sentir un relámpago de rabia y admiración y, ya digo, de insignificancia, como si no fueses nadie para poder charlar siquiera un rato con una persona de ese calibre. Asun se ha llevado su risa, su belleza y su grandeza hacia algún lugar mejor y seguro que desde allí alumbra los ratos más oscuros de su Gabi y de sus chicas. Fue la campeona del mundo de la luz.