Arrancó el espectáculo más consumido en buena parte del planeta. Pero uno no sabe de fútbol, ni de jugadas, estrategias o rotaciones. Es solo un intruso en este deporte secuestrado hoy por la desvergüenza. 

Ayer explotó ese arrebato mundial que alguien definió como la religión laica con más fieles del mundo. Y te planteas cómo cuestionar esa estampida de nacionalismo, racismo y machismo que ayer se puso en marcha. Cómo entender ese deporte que, como dijera Terry Eagleton: “se ha convertido en una herramienta para la dominación capitalista y que nadie que quiera un cambio radical puede eludir la necesidad de abolirlo, aunque esto sea políticamente imposible”. 

Romper el discurso hegemónico futbolístico es difícil, pero Qatar es una vergüenza tal que no se puede obviar. Por muchas razones. Qatar es un país que carece de toda tradición futbolística gobernado por una dictadura absolutista impugnada por los principales colectivos de derechos humanos del mundo. Qatar es la consecuencia de cómo el fútbol se ha transformado, de la mano corrupta de la FIFA, en una gigantesca mercancía global. Y todo apesta. Por eso la Copa del Mundo quiere ser el recambio cosmético que tanto la FIFA como la propia dictadura catarí necesitan. Y hay mucha gente dispuesta a echarles una mano a cambio de indulgencias multimillonarias. 

Ahora bien, cómo te enfrentas a esto si te gusta el fútbol. Ese fútbol que forma parte de la historia popular. A ese fútbol que, como dice Carles Viñas, “sufren los futbolistas negros en el Congo belga, el fútbol con pasamontañas en el México zapatista, el fútbol de restricciones que viven los jugadores y clubes palestinos y el de las favelas brasileñas y las townships sudafricanas”. 

Quizá sabiendo que el fútbol es esa metáfora social que nos permite comprender el mundo que nos rodea y que hoy necesita de un o una valiente que desbroce tanta hipocresía.