La mujer, de edad imprecisa, lucía una melena degradada por la zona de la nuca y larga por los laterales. Eso le hacía aparentar menos años que los impuestos por la gravedad de una edad honorable. Había decidido pasar el último día del año sola. Como si quisiera resbalar entre los recuerdos de un año que pronto haría el equipaje. Se preparó la cena, una crema ligera de puerros al curry y una tortilla francesa salteada de queso acompañada de una copa de Sardasol.

Cuando terminó se sintió ajena a todas las tragedias. En aquel silencio reinante quiso dialogar consigo misma, con las diversas generaciones de las que estaba compuesta. La niña que fue, la adulta que era y la anciana por venir. Y revivirlas todas. El efecto del alcohol le hizo sentir el zumbido de una existencia muy predecible. Como si toda su vida se hubiera conjugado en pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo, como “si hubiera”.

Eran las dos de la madrugada del nuevo año cuando aquella mujer entró en la zona de los destinos evitados. Y si hubiera tenido hijos. Y si hubiera seguido con X. Y si hubiera acabado la carrera de medicina. Y si me hubiera quedado a vivir en aquel pueblo. Y si le hubiera hecho caso a aquel médico cuando me dijo lo que me dijo. Y si hubiera cuidado más a mi madre. Y si no hubiera roto aquella relación con Z. Y si hubiera viajado más. Y si hubiera comprado aquella casa, la que creí definitiva. Y si no hubiera sentido tanta culpa.

Dieron las cuatro de la madrugada. Llevaba casi tres horas entregada al lamentable inventario de los proyectos abortados. Se rebeló. 2025 no podía empezar así, hablando sola, como un canciller de su pasado. Sintió entonces el efecto que los griegos llaman kairós, ese momento propicio en que hay que actuar, ni demasiado tarde ni demasiado temprano, porque solo basta con deslizarse suavemente por los intersticios del tiempo. El que nos toca. Zorionak eta urte berri on.