Ha pasado ya casi medio siglo de la “diplomacia del ping-pong”, con la que el entonces presidente Richard Nixon estableció contactos con China que llevaron, hace ahora 40 años, al restablecimiento de relaciones diplomáticas entre ambos países.

Cuando su sucesor, el presidente Jimmy Carter, firmó los acuerdos diplomáticos con Pekín en enero de 1979, fue la culminación de la política a veces rocambolesca del presidente Nixon quien, en 1971, envió a su secretario de Estado Henry Kissinger en un viaje tan secreto a Pekín que lo hizo desde Pakistán, donde despistó a los periodistas haciéndoles creer que tenía cólicos y se hallaba descansando de un lugar remoto. En realidad, Kissinger viajó a China para abrir relaciones con este país “demasiado importante para tenerlo relegado”, según palabras de Nixon.

Pocos imaginaban entonces que aquel país misérrimo se iba a desarrollar militar y económicamente con la velocidad y éxito que ha conseguido, pero todavía más sorprendente ha sido la dirección que ha tomado.

Apenas ahora empiezan a oírse algunas voces de alarma, que señalan que el desarrollo económico chino ni sigue, ni promete seguir, los patrones esperados para otros países que se enriquecen. Es decir, contrariamente a lo que aquí se suponía, en China no imperan los valores occidentales que aquí dan por sentados para el resto del mundo y el bienestar no conduce allá necesariamente a mayores libertades y corrientes democráticas.

Peor todavía: los norteamericanos han descubierto que no se trata solo de que no entienden al coloso chino, sino que les ocurre otro tanto con toda el área indopacífica. Ahora comparan estas relaciones a las que han tenido en sus tres siglos escasos de historia con los aliados y enemigos de Europa y América: a pesar de sus diferencias e incluso guerras, tienen mucho más en común con ellos que con las culturas asiáticas.

Es algo que no habría de sorprenderles, a la vista de las distintas evoluciones históricas y los condicionantes económicos de una y otra parte del mundo, pero lo cierto es que parece haber tomado a los norteamericanos desprevenidos, tanto porque no esperaban que el mundo asiático reaccionara de manera diferente al occidental, como por el retraso en comprender su error.

Especialmente porque Asia es el lugar donde ocurren más cambios y al que, por razones demográficas y económicas, se está trasladando el centro de gravedad de la política norteamericana. Aunque para nosotros América es ese continente al otro lado del Atlántico, Estados Unidos es también un país del Pacífico, cuyas riberas comparte con China y sus vecinos? pero no sus ideas.

Así que últimamente llueven todo tipo de conferencias y análisis de los expertos que hasta ahora no habían visto venir lo que ocurre y hablan desde una pérdida del poderío y la influencia económica norteamericana a un reposicionamiento de alianzas en la zona indopacífica, e incluso de posibles enfrentamientos militares. En este caso se trataría del Bing-Bang al revés, algo así como el fin en vez del principio del mundo ante el potencial nuclear chino y norteamericano, aunque nadie se plantea por ahora seriamente la probabilidad de este suicidio colectivo.

Expertos de Universidades y de instituciones de análisis político señalan que, de momento, todavía hay cierta posibilidad de evitar que China arrase económica y socialmente a sus vecinos y al resto del mundo y ven atisbos de esperanza en el hecho de que los otros países de su zona de influencia son, como es natural, también asiáticos y más capaces de entender a los chinos.

Y algunos de ellos, como Japón o Corea, son aliados de EE.UU. mientras que, más al oeste, India va creciendo en potencial económico y humano y puede ser también un contrapunto a Pekín. Aunque aquí los expertos norteamericanos ya no se forjan las ilusiones que hubo en su día con China: India desea contrarrestar la influencia china, desea crecer y desarrollarse, pero no anda en pos de los valores y libertades occidentales para su propia sociedad.