La primavera de mediados de los noventa fue esplendorosa en Altzuza. Florecieron los romeros morados, la hierba revivió en un verde glorioso, el cereal alzaba su dorada cabeza en los campos, y por la bóveda azul del cielo cruzaban las bandadas de damas grises rumbo al norte de Europa. Y me llamó con su voz, suave pero firme, Hilari Raguer para comunicarme que estaba en el convento de las benedictinas y que era momento oportuno para conocernos, ya que llevábamos tiempo carteándonos. A las once de la mañana estaba frente al recién construido convento de Altzuza, donde me esperaba un hombre delgado, de tez blanca y vivaces ojos azules, vestido de seglar. Nos dimos la mano y le propuse una aventura salvaje: ir a conocer la Ikastola San Fermín, mientras Pello Irujo nos preparaba una comida a la nabarra. Sonrió ampliamente y me di cuenta de que tenia un carácter amable y un espíritu alegre, pese a la obra ingente de archivero e historiador que cargaba sobre las espaldas.

Habló por el camino a Zizur del presidente mártir de Catalunya, Lluis Companys, recordando el tiempo en que él, años después, estuvo preso en Montjuic acusado de "ultraje a la nación española y al sentimiento de su unidad" por sus actividades. Aún no era monje ni archivero, sino un hombre interesado en recobrar el espíritu de Catalunya quebrantado por los militares golpistas. En la celda de Montjuic fue capturado por el espíritu de su presidente mártir, raptado en Francia por la Gestapo al ir a visitar a su hijo enfermo, entregado a Franco y fusilado sin misericordia, pero con los pies desnudos sobre su tierra catalana. No era un tema alegre pero él sonreía, y aún lo hizo más cuando recorrimos la ikastola y los niños cantaban y jugaban en torno nuestro como saludando al monje archivero e historiador que les visitaba. De lejos se escuchaba el txistu de Mikel San Román. Le pareció admirable el espíritu de reconquista del idioma milenario dado por muerto, menos a los idealistas y gente de buena fe y potente resolución. Los que desbrozan un áspero camino a la manera con que los labradores perforan la tierra con layas, logrando la cosecha que los pueblos se merecen: ser ellos mismos.

Le pregunté por Montserrat, su virgen morena, su biblioteca y archivo y claustro encerrados entre las rocas prodigiosas que le distinguen, y él aseguró con sencillez que sintió, ya hombre, la atracción por la vida monacal, fascinación por los archivos, devoción por devolverle a la historia de la Iglesia en Catalunya la dignidad arrebatada. Regresamos a Altzuza, a la casa que olía a txistorra y pimientos, a cordero asado y arroz con leche, y se sintió emocionado por ver a la familia Irujo, mi marido, los niños pequeños..., y aseguró que rezaría por nosotros desde ese instante al final de sus días. Porque al escribir su obra de rescate encontró a Manuel Irujo, lo conoció en París, 1960-62, y le creció la admiración por sus postulados humanistas, sus sentimientos nacionalistas vascos que no incurrían en la negación del derecho de los demás, la renuncia a cualquier bien material que pudiera restarle tiempo por la causa de Euskadi. "Vive como un monje", admitió entre risas, señalando que Irujo carecía de orgullo, rebosaba generosidad y empatía, y de ese extraño por escaso sentimiento cristiano de solidaridad y compasión que manifestó en sus años de ministro de la República, cuando intentó humanizar la guerra, sino en los años posteriores de su acción como consejero del Gobierno vasco en exilio. No le extraño el recibimiento apoteósico de Noain, ni el del Orreaga Eguna, ni del Alderdi Eguna, porque cuando un pueblo reverencia a sus líderes pacifistas en paz es cuando da cuenta de su grandeza.

Ya había escrito mi libo sobre Irujo, y él tuvo la consideración de valorarlo en un articulo de Deia. Siempre le agradeceré sus palabras y la larga amistad que mantuvimos y enriqueció mi vida, pues nos escribimos con regularidad, recibía sus libros donde como archivero catalogaba los datos, como historiador los exponía, como monje los purgaba de su carga fascista, todo combinado en la defensa de su causa. Entregaba a Catalunya lo mejor de sí mismo. En su memoria, en este día tristísimo en que asumo su partida, quiero reproducir un párrafo final de una de sus cartas porque me parece que refleja cuanto era y en lo que creía y trabajaba.

"...Vivimos en Cataluña unos tiempos cruciales. Deseo de independencia lo hemos tenido siempre; por eso nuestra fiesta nacional es el 11 de septiembre, aniversario de nuestra derrota, como un modo de decir que las cosas no van a quedar así. Valga la comparación: el símbolo del cristianismo es la cruz, memoria de la aparente derrota de Jesucristo, y así afirmamos nuestra fe en la victoria de su Resurrección (Aberri eguna). Lo nuevo, en Cataluña, es, primero, que ahora no tenemos miedo de decir que queremos la independencia, y, segundo, que ya no lo vemos como un sueño, sino que estamos convencidos de que lo vamos a alcanzar, y pronto. Esto no tiene marcha atrás, y lo mismo digo para Euskadi. Abrazos, Hilari.