La misma sensación de asombro que causaron en los lectores medievales aquellos libros de maravillas escritos por viajeros como Mandeville, Marco Polo o nuestro paisano Benjamín de Tudela, nos embarga ahora al disfrutar con el recientemente publicado por el Gobierno Foral en su serie Arte, que lleva por título El arte gótico en Navarra, y que encierra en sus 669 páginas toda una colección de ricos tesoros que demasiadas veces miramos -aunque no vemos-, porque no hace falta recorrer los inciertos caminos de Asia para llegar a conocerlos, sino que tenemos la fortuna de que jalonen toda nuestra geografía más cercana, aquella que marca nuestro discurrir vital e histórico.
Precisamente esa es una de las grandes virtudes de este volumen: que nos hace ver, y por tanto nos faculta comprender, todas esas maravillas que, por próximas, en tantas ocasiones nos pasan completamente desapercibidas aunque -como nos recuerdan sus autores desde el primer momento- algunas de las obras de arte que de este periodo conservamos en nuestra comunidad sean las únicas (junto con otras románicas) que merezcan el honor de ser recogidas en los catálogos más selectos del arte europeo de la época.
Y ese citado deslumbramiento nace ya en la misma cubierta del libro, que rescata en un acertadísimo fotomontaje la localización original de una de esas obras escogidas a las que acabo de referirme: el mural del refectorio de la Catedral de Pamplona, conservado en la actualidad en el Museo de Navarra, ofreciéndonos de esa manera una visión perdida desde hace siglos y que -añado yo- las actuales e innovadoras técnicas de reproducción artística permitirían recuperar sin excesiva dificultad.
Las cuatro grandes divisiones que se suceden ante nuestros ojos al ir leyendo los distintos capítulos: gótico clásico (1200-1276), gótico radiante (1276-1347), gótico internacional de influjo borgoñón (1347-1441) y tardogótico (1441-1512), albergan cada una de ellas hitos destacados de nuestro paisaje monumental, tanto en arquitectura, en escultura como en lo tocante a las artes suntuarias.
Desde el elegante clasicismo francés de Santa María de Roncesvalles o la señorial altivez de San Saturnino de Artajona, hasta el impresionante detallismo de la puerta del Juicio de la catedral de Tudela, las apocalípticas pinturas murales de Artaiz o la grácil orfebrería del relicario del Santo Sepulcro.
De la prodigiosa arquitectura y escultura surgida en el claustro y dependencias de la catedral de Pamplona a raíz de la destrucción de la Navarrería en 1276, a la reciedumbre -guerrera y pulcra a un tiempo- de santuarios como el de Santa María de Ujué o el de San Cernin de Pamplona. De las hermosas portadas de Santa María de Olite o el Santo Sepulcro de Estella, a las preciosas y esbeltas tallas de la virgen de Huarte o del crucificado de Aibar. De la destreza sin par del pintor Johan Oliver en Pamplona, Ororbia u Olloki, a la humildad devocional de los murales de Eristain, Ecay o Ardanaz de Izagaondoa. Del esmaltado refinamiento del Ajedrez de Carlomagno en Roncesvalles, a la regia ofrenda del pie de la gran cruz de plata que Carlos II donó a la catedral donde todo rey de Navarra debía ser coronado.
Del estallido edificatorio propiciado por Carlos III el Noble -el mayor promotor artístico de nuestra historia, aquél que anheló ser recordado perpetuamente por sus construcciones- en la sobria catedral de Pamplona y los lujosísimos palacios de Olite, Tafalla y Tudela, al contacto con el arte más refinado del momento en el majestuoso sepulcro del monarca, obra cumbre del maestro Johan de Lome. Del minucioso despliegue funerario en la tumba tudelana del matrimonio Villaespesa, a los retablos de San Miguel de Estella o las heráldicas y distinguidas decoraciones de las bóvedas de la catedral de Pamplona.
Del Otoño de la Edad Media atrapado en los retablos de las Navas de Tolosa y de San Miguel de Barillas, al fin del propio reino de Navarra en 1512.
Y todo esto se lo debemos a la mirada experta y la habilidad didáctica de los profesores Clara Fernández-Ladreda, Carlos Martínez Álava, Javier Martínez de Aguirre y María Carmen Lacarra Ducay, a quienes los profanos estaremos eternamente agradecidos por guiarnos por los intrincados y casi imperceptibles cambios de arcos y nervaduras que marcan la evolución del estilo. O por dejarnos llamar de su mano a la puerta del taller aviñonés del pintor Pierre du Puy, donde un jovencísimo Johan Oliver aprendía todo lo necesario para convertirse en uno de los artistas fundamentales del arte medieval navarro. O por hacernos evocar el preciso y afortunado momento en el que el rey Carlos III el Noble conoció a Johan de Lome en la borgoñona cartuja de Champmol, donde ayudaba los fabulosos Claus Sluter y Claus de Werve a tallar la tumba del duque Felipe el Atrevido, trasplantando de esta forma a Navarra el arte más delicado de su época. O por permitirnos participar, en definitiva, del hermoso ideal que flota en las torres de las Tres Grandes Finiestras y de la Joyosa Guarda, directamente sacado de las novelas de caballería, y que convirtió al citado monarca en el mejor gobernante que ha tenido Navarra, y también sin duda alguna en el de mejor gusto artístico.
Sí, desde luego que agradezco a los cuatro autores de este libro, y sobre todo a la directora del proyecto, Clara Fernández-Ladreda, que lo ha dirigido magistralmente durante años hasta lograr traerlo al gozoso puerto que supone que todos podamos disfrutarlo al fin, que nos hayan abierto los ojos a un ámbito de belleza y refinamiento al que todavía -a pesar de las irreparables pérdidas sufridas respecto a lo que se sabe que llegó a existir- podemos asomarnos para corroborar dolorosamente lo que con tanto acierto afirmó el poeta Luis Andrés Bredlow: “Lo que más a las claras distingue nuestro mundo moderno y desarrollado de lo que pudo haber en cualquier tiempo pasado es su abrumadora y ubicua fealdad”.
El autor es vocal del Consejo Navarro de Cultura