Mantícora: el devorador devorado

Dirección guión: Carlos Vermut. Intérpretes: Nacho Sánchez, Zoe Stein, Catalina Sopelana, Javier Lago, Patrick Martino y Ángela Boix. País: España. 2022. Duración: 115 minutos.

En lengua persa, la mantícora, esa criatura fantástica, cara de hombre, cuerpo de león, cola de escorpión, se denomina merthykhuwar o martiora y significa literalmente: devorador de hombres. En los años 70, Emerson, Lake and Palmer, referencia sustancial del rock progresivo que fundía la música clásica con los nuevos instrumentos electrónicos, denominaron con su nombre el sello discográfico en el que editaron su obra más conceptual: Tarkus. Hoy, suicidado Emerson, destruido por un cáncer Lake y sin actividad pública reconocida Palmer, apenas unos pocos recuerdan su icónica mantícora. En vida de los tres, ellos nunca aclararon quién era el rostro humano, quién el león y a quién le pertenecían los dardos envenenados. Sí se supo que ELP fue víctima de las divisiones internas y de su propio gigantismo. Ahora, a ese mismo devorador de hombres, se encomienda Carlos Vermut con su tercer largometraje.

Tras Magical girl (2014) y Quién te cantará (2018), Vermut se enfrenta a la película definitiva, esa en la que se pone a prueba la consistencia de todo narrador. Aunque no siempre se cumple, suele acontecer que el primer filme emerge a partir del recuerdo íntimo. El segundo opta por mirar al otro, por buscar en la distancia el referente para medirse consigo mismo. El tercero necesita alumbrar la voz textual que se lleva, o no, en el interior.

Esa era la cuestión, saber de qué gramaje está compuesto un Carlos Vermut que tanto sorprendió positivamente con su primer largo como desconcertó con su segundo. Por lo pronto, en Mantícora, se descubre a un director liberado de todo aquello que no sea sino dar forma a su universo fílmico. Un Vermut que renuncia al efectismo y a los fuegos de artificio para bucear en el fuera de campo, en lo sugerido, en el horror no evidente, en el terror no maquillado. De lo que aquí se ocupa Vermut es de la escenificación del monstruo más temible de todos, el que habita en el interior de algunos seres humanos presos de pulsiones pedófilas, fantasías pederastas y deseos tan malignos como temibles.

Vermut (re)crea un minotauro atormentado con rostro perplejo y oficio moderno, un diseñador de personajes de videojuegos llamado Julián. Vive solo y pasa su existencia en una dimensión virtual. Dibuja en el aire y crea monstruos porque los seres humanos le resultan más arduos de representar. Vermut lo reviste como un buen ciudadano que no duda en salvar de las llamas a un niño vecino encerrado en una casa que ha comenzado a arder. Eso, el fuego, lo que arde, se impone como el elemento sustancial de un filme dirigido con gélida pulcritud. Vermut mueve a Julián, nombre de santos y emperadores, en un estado cercano al sonambulismo. Le acompaña, Diana, una joven a la que Vermut retrata como portadora de claridad, al menos para Julián. No obstante, el devenir del relato traerá la sospecha de si esa mujer divina no será sino otra mantícora, la cazadora del monstruo que tanta zozobra y dolor inflige a un Julián perplejo.

Lejos del aparataje efectista desplegado en La abuela, filme coescrito por Vermut para Paco Plaza, Mantícora aparece impregnada de un aire bressoniano. Vermut sujeta con bridas de acero el hacer de sus dos principales intérpretes. Nacho Sánchez y Zoe Stein bailan sobre una partitura espectral, fantasmática, helada. Viven sin respirar, aman sin deseo y desean a su pesar. Con ellos como leit motiv, con sus contextos o ausencia de referencias como telón de fondo para sostener su odisea, Vermut se adentra en un problema tóxico y pantanoso. Una realidad sobre la que siempre se echa tierra para no afrontar que el sueño del deseo provoca víctimas inocentes y ¿culpables? presas de sus impulsos. Con ello, “Mantícora” asume lo que su naturaleza preludia, una triste e incómoda sensación de extrañamiento, una plasmación mitológica contrahecha, fascinante y perturbadora sobre la angustia y condena de un devorador devorado.

Pinocho: desobediencia

Dirección: Guillermo del Toro y Mark Gustafson. Guión: Guillermo del Toro y Patrick McHale. Novela: Carlo Collodi. Intérpretes: Animación Frank Passingham. País: EEUU 2022. Duración: 117minutos. 

Aunque este Pinocho se reclama como perteneciente a Guillermo del Toro, y por más que sean evidentes que en él crecen los estilemas del director de El laberinto del fauno, el maravilloso filme inspirado en el personaje de Carlo Collodi se sabe, como toda buena obra de animación, fruto de un gran esfuerzo colectivo. Si del Toro pilota la nave, Mark Gustafson asume el control del proceso de stop motion, un pasito a paso que ha supuesto mil días de rodaje y catorce años de preparación.

Tanto tiempo, dinero, imaginación y talento sostienen erguida una memorable versión de lo que, Alberto Savinio recordaba, fue calificada como la Biblia del corazón. Ciertamente algo bíblico atraviesa ese contraste entre un Cristo crucificado y un Pinocho rechazado en la Italia del fascio que obedecía a Mussolini y se preparaba para el horror. En ese contexto, a este Pinocho que mira a la muerte, construido con hálitos de madera y diseño de Passigham; le insufla luz la sensibilidad de del Toro y lo alimentan las voces de Ewan McGregor, David Bradley, Gregory Mann, Cate Blanchett, John Turturro y Tilda Swinton.

Estrenada en una plataforma, lo que nos arrebata poder contemplarla donde debía haber nacido, en las salas de cine; nada impide reconocer que estamos ante una valiosa relectura de un símbolo ante el que muchos han encallado. Guillermo del Toro sale triunfante sencillamente porque en su reescritura de la obra de Collodi ha puesto todo de sí mismo. Este Pinocho, como el Drácula de Coppola, advierte en su título que habla de un personaje canónico desde la subjetividad de quien lo está recreando. Por eso, en Pinocho se reconoce lo mejor del autor de La forma del agua, su querencia irreprimible hacia la reivindicación del diferente y su apología de la desobediencia. En Pinocho hay muchas y estupendas ideas e incontables gestos y reflejos que crecerán con cada nueva visión que se haga de este filme. Se sabe monumento y referencia forjado con un guión de hierro, atravesado por un discurso iconoclasta e iluminado por la inquietante fe que alumbraba el espíritu de Frank Capra: el grito desesperado que nunca cesa para creer en la bondad del ser humano.

Pequeña flor (Petite fleur): mi sueño azul

Dirección: Santiago Mitre. Guión: Mariano Llinás y Santiago Mitre. Novela: Iosi Havilio. Intérpretes: Daniel Hendler, Vimala Pons, Melvil Poupaud, Sergi López, Françoise Lebrun y Eric Caravaca. País: Francia. 2022. Duración: 98 minutos. 

El último filme de Santiago Mitre, coescrito con su colaborador habitual, Mariano Llinás, rinde homenaje al tema instrumental compuesto en 1952 por Sidney Bechet, Petite fleur. El mismo año que Bechet murió, 1959, Fernand Bonifay y Mario Bua escribieron, para esa canción, un poema de desolación y desamor con el que definitivamente convirtieron la pieza en un tema clásico, o sea sin fecha de caducidad. Hoy Petite fleur es algo que todos (re)conocen aunque no sepan quién fue Bechet ni quiénes fueron los intérpretes que la han cantado.

Si leen su letra, descubrirán lo evidente, que la canción rezuma un romanticismo extremo, que es una declaración de amor hiperbólico, dulce en vena, pura leche de tango herido. En manos de alguien de vuelta como Llinás y de ida permanente como Mitre, Petit fleur da forma a una extraña y delirante comedia sobre la pareja y el (de)amor, sobre la paternidad en el tiempo presente, sobre el sexo y los fantasmas del deseo, sobre la psicología y los excesos de chamanes, charlatanes y vividores sin moral.

A Mitre, esta Pequeña flor, filme de bandera francesa aunque de aliento argentino, le nació a la vez que Argentina, 1985. Quienes se hayan sentido estremecidos por el relato del juicio que metió en la cárcel a Videla y sus compinches, o quienes evoquen La cordillera (2017), Paulina (2015) y El estudiante (2011), es probable que se sientan desubicados ante Pequeña flor, un filme totalmente ajeno a la densidad y gravedad del cine de este dúo argentino.

Lejos del dramatismo de buena parte de su filmografía anterior, lejos también del posibilismo populista de su último y aplaudido filme sobre el horror de la represión argentina de los años 70, en Pequeña flor, Mitre y Llinás se toman un descanso. Se diría que el filme nace como un divertimento, un pequeño disfrute escrito para cuestionar la responsabilidad masculina en los cuidados de la crianza, el reparto de roles y el equilibrio de la pareja heterosexual en la tercera década del siglo XXI. Han cambiado el tono. En su incursión francesa, todo (a)parece más relajado, más venial, más sinsentido. Pero quienes sepan de Llinás y sus querencias, no se extrañarán ni del aroma de esta Pequeña flor ni de su oscuro y mordaz humor negro. l