El triángulo de la tristeza (Triangle of Sadness): Risas y arcadas

Dirección y guión: Ruben Östlund. Intérpretes: Harris Dickinson, Charlbi Dean, Zlatko Buric, Dolly De Leon, Woody Harrelson, Sunnyi Melles, Vicki Berlin y Henrik Dorsin. País: Suecia. 2022. Duración: 149 minutos.

En sus primeros largometrajes, menos ambiciosos formalmente y, por eso mismo, más ajustados, más sólidos, Ruben Östlund sumía al público en ese terreno pantanoso donde los juicios morales y los prejuicios entran en serio conflicto. Play (2011) y Fuerza mayor (2014) mostraban una capacidad extraordinaria para palpar la incomodidad de lo convencional al desvelar la fragilidad de lo aparente. El enorme éxito de esta última, disparó el delirio de Östlund y tanto su anterior filme, The Square (2017), como éste que durante meses ha aguardado su estreno entre nosotros, El triángulo de la tristeza, traspasa los límites a fuerza de recuperar la incontinencia estética de Fellini y la mordacidad ética y moral de Pasolini.

Es como si Östlund se hubiera propuesto resucitar el cine setentero en un gesto de provocación evidente cuando se cumplen cincuenta años de La Grande Bouffe de Ferreri, y medio siglo y un año de El discreto encanto de la burguesía de Buñuel. Hoy, como hace diez lustros, la crisis lo devora todo, las reglas de juego favorecen a los de siempre y el tablero de la geopolítica se tensa. En El triángulo de la tristeza como en Babylon, el vómito –la escatología suministrada sin dosificador–, deviene en paradigma de un tiempo anormal que, con el mismo gesto zombie, bendice guerras como emprende acciones humanitarias con la mirada puesta en el prime time televisivo. Lo importante es el selfie, la imagen de éxito, la sonrisa perfecta, aunque el olor a podredumbre imponga una niebla nauseabunda. El tercer decenio del siglo XXI hace de la regurgitación, lo que regresa descompuesto, lo que el cuerpo no tolera, metonimia del fracaso contemporáneo.

Articulado en tres ángulos, tres lados análogos para un triángulo equilátero, en él y con él se contiene y se sostiene, no la necesidad de dios, sino el naufragio de la humanidad. Tres actos para una radiografía que parece no respetar nada que no sea el deseo del cineasta sueco de echar leña a la hoguera de la vanidad de un mundo definitivamente perdido.

Un mundo perdido donde los dinosaurios no provienen ya del origen de los tiempos, sino del final del presente. Son los ricos, los obscenamente pudientes, los que viajan en cruceros sabedores de que sus siervos han recibido, grabada a fuego, la consigna de que jamás les pueden decir “No”. Como monstruos sin alma devoran la naturaleza con insensata despreocupación. Los siervos y amos de ese hoy son, bajo la pupila de Ruben Östlund, cobayas. Da igual el papel que les haya tocado: millonarios rusos devenidos en neocapitalistas expertos en vender mierda, modelos sin cerebro o capitanes yanquis de barcos de lujo que sueñan con asaltar los cielos. Como en The Square, Östlund arremete contra la hipocresía contemporánea, contra la corrección política y contra la aceptación sumisa de alta cultura y baja moral. Sus personajes resultan repulsivos pero cercanos y reconocibles. En ellos, como en la huida ante el alud de Fuerza mayor o en el silencio ante la performance del artista-primate, el cineasta propone un espejo para que quien mira a su película se vea a sí mismo en algún modo.

El cuerpo, el dinero y la supervivencia a costa de lo que sea establecen las claves de ese mundo que se hunde, de ese triángulo de la tristeza que se refugia en el humor y en la incontinencia. Desmedida y autocomplaciente, tanto como lúcida y voraz, divertida e incisiva, la tristeza que su título proclama nos remite a su incierto origen etimológico. Porque este filme nos roe, resulta áspero y nos sumerge en una oscuridad luminosa antesala de la melancolía que acongoja el espíritu. De ahí emana la comicidad con la que Östlund carga su filme que debe verse como la vaselina necesaria para tragar el “mal humor”, esa bilis negra, que rezuma esta película cruelmente triste y capaz de provocar risas y arcadas en el mismo plano.

Los Fabelman (The Fabelmans): Los Spielberg

Dirección: Steven Spielberg. Guión: Spielberg y T. Kushner. Intérpretes: Michelle Williams, Paul Dano, Gabriel LaBelle, y Seth Rogen. País: EEUU. 2022. Duración: 151 minutos.

Si todo el mundo ha sido prevenido de que los Fabelman narra la infancia y la adolescencia de Steven Spielberg, su descubrimiento del cine y la vida y su despertar a la evanescencia de la verdad, a la utilidad de la mentira; la pregunta inevitable apunta al hecho de interrogarse por qué Spielberg no titula el filme con el nombre de la familia. Sea por humildad, sensatez, o pudor, o sea como prueba de que esos recuerdos acaso no fueron como se nos cuentan; si en todo texto artístico se proyectan fragmentos, astillas de la psique de quien lo escribe, Los Fabelman nace como una obra doblemente falsa y doblemente autobiográfica. 

Estamos ante un filme cien por cien made in Spielberg. Su metapelícula, la madre de toda su filmografía. Aquí se nos cuenta la vida de sus padres, el contorneo de sus hermanas, el descubrimiento de El maravilloso mundo del circo y el aprendizaje de un oficio con el que Steven Spielberg se ganó el título del Rey Midas.

En 151 minutos Spielberg recupera la lección de que el celuloide capta lo que se le escapa a la retina. Nos reitera una idea: hay que mirar a fondo las imágenes, en ellas, a veces, quedan huellas de lo que no hemos sabido ver. Eso fue algo que Antonioni, de Palma y Guerín mostraron con extraordinaria fuerza. 

Spielberg, además, nos ¿regala? y nos desvela multitud de detalles que nutrirán a los exégetas aplicados en desmenuzar su personalidad. Como ese decidir que Lynch sea Ford, en esa boutade sobre el horizonte y el plano. Autor de un cine escapista, él es más de Méliés y de Hollywood que de Renoir, Dreyer o Bergman; Spielberg se autopresenta como el fruto de una mente científica: la del padre; y un alma de artista: la de la madre. Un ying y yang con el que se conforma una poética de profundidad leve, anclada en la cultura judía, atravesada por sus miedos y al servicio de una sensibilidad patriarcal y épica. La figura paterna resulta tan inquietante como impoluta. La materna se muestra quebradiza e histérica. Él sigue al padre, sus hermanas se irán con ella.

Armada con estos argumentos, lastrada por esas flaquezas, Los Fabelman se asoma al origen de Steven Spielberg y nos lo ilustra con impagables apuntes. Desnuda hasta dónde llega su pensamiento y sus estrategias; nos da a probar el dulzor de sus edulcorantes y la amargura de sus penas. Spielberg en vena.

Oro puro (Rheingold): Delirio de sirenas

Dirección y guión: Fatih Akin a partir del libro de Giwar Hajabi. Intérpretes: Emilio Sakraya, Kardo Razzazi, Karim Günes, Jonathan Sussner, Kazim Demirbas y Mona Pirzad. País: Alemania. 2022. Duración: 138 minutos.

El oro del Rin (Das Rheingold) es una ópera con música y texto de Richard Wagner; la primera de las cuatro piezas que forman el ciclo de El anillo del nibelungo, el que inspiró el título del tristemente célebre decreto Noche y niebla con el que Hitler puso en marcha su solución final. Fatih Akin, un director alemán de origen turco, desde su mismo origen no ocultó su querencia por el tremendismo y el exceso. Pero sus primeros filmes, como el premiado Contra la pared, parecían hablar en nombre de la reivindicación y la denuncia. Arañaba las contradicciones de una sociedad donde la población emigrante zozobraba en la próspera Alemania del comienzo del siglo XXI. Aquel cine combativo, tosco y maniqueo ahora flota a su antojo, ya no lucha y se abraza definitivamente a su vieja querencia por el efectismo y la vacuidad. Si alguna vez Akin pareció un director serio, hace tiempo que tiró la toalla. Ahora, con Oro puro, acaso parece un mal remedo de Guy Ritchie sin su nervio, sin su humor, sin su fuerza. 

Basado en las memorias de Giwar Hajabi, un rapero de éxito en Alemania que, en su juventud, vivió de la delincuencia y el narcotráfico, Fatih Akin se aplica en levantar un constructo nada crítico sobre el éxito, la violencia y la emigración. El rapero Hajabi, interpretado por Emilio Sakraya, era hijo de un director de orquesta, un compositor kurdo represaliado por el régimen de Jomeini, torturado por su ascendencia y refugiado con su familia en Alemania.

Akin utiliza la accidentada biografía familiar de Hajabi para trenzar un rosario de crueldad y furia. Arranca con un flash-back donde al detenido Hajabi se le pregunta por el oro robado y se le tortura. Luego, lo que viene a continuación son los peldaños seguidos por un Hajabi hecho en la calle a fuerza de agresividad, coca y sangre.

Con problemas de ritmo en un filme que gira sobre la música, con desvaríos tonales y con la sensación de que en esta coctelera cabe todo, Akin forja un retrato sin ángel. Ni Hajabi, ni su familia, ni ningún sicario de cuantos le rodean dan cobijo al espectador. Todo parece hueco, todo se quiere operístico. Pero no hay grandeza ni virtuosismo. Delirio sobre delirio, Oro puro concluye su errancia con un plano submarino de sirenas y ese Rheingold cogido con pinzas, usado como la falsa alegoría de un producto cuyo oro se descubre pirita de valor escaso.