Su padre murió un 7 de julio por la mañana. Recibió la llamada en casa, donde estaba, casi sin dormir, con su pareja, su hija de dos años y medio y sus mellizos recién nacidos. 

Margarita Leoz (Pamplona, 1980) asiste entre “contenta” y “sorprendida” a la respuesta que está recibiendo, Lo que permanece (Seix Barral), su primera novela de no ficción. En ella atrapa historias pequeñas, las de familias corrientes con padres nacidos en la posguerra. Y nos cuenta quién fue su padre y qué le queda de él aun hoy, 8 años después de su muerte. “Pensaba que, al ser más personal, este libro iba a interesar menos, pero está funcionando muy bien gracias al boca oreja”, comenta.

Quizá esta funcionando así de bien porque, dentro del relato de su experiencia personal, aborda un tema universal. Al final, todos somos hijas e hijos. 

–Sí. Precisamente, creo que es por eso, porque, al final este libro convierte lo individual en universal. Y creo que es bastante fácil identificarse con él tanto si has pasado por el duelo por un padre, una madre o los dos, como si tus padres todavía viven. En la única reseña que ha salido del libro por el momento, el autor decía que cuando terminó de leerlo, sintió la necesidad de llamar a su padre. Esta historia nos toca a todos.

Hay quien puede pensar que es una novela sobre la muerte, pero parece más un recorrido por la memoria y un viaje hacia la aceptación. 

–Siempre me suele costar encontrar títulos, pero, en este caso, lo tuve claro antes de ponerme a escribir. Lo que permanece no es solo un libro sobre la muerte o el duelo. Al principio, lo puede parecer porque lo primero que escribí tiene que ver con el día de su muerte, y el séptimo capítulo igual también porque se centra en el duelo. Fueron las dos partes que escribí antes, el impacto y las consecuencias, pero después me di cuenta de que también debía escribir sobre él, ya que, si no, quizá no iba a entenderse por qué el dolor había sido tan intenso.

¿En qué sentido? 

–Cuando pasé a preguntarme quién había sido mi padre, quise narrar la vida que compartió conmigo. Esos recuerdos que solo teníamos él y yo, como diría Natalia Ginzburg, y así explicar el dolor que me había causado su pérdida. Y me pareció una paradoja que alguien tan próximo pudiera resultar también oscuro, misterioso, contradictorio.

¿En algún momento dudó ante la tremenda exposición que supone abrir esa parte de su vida? 

–Sí. Venía de terminar Punta Albatros, siempre había escrito ficción y me resultaba muy complejo salir de ese tipo de escritura. Durante mucho tiempo, me resistí a escribir desde el yo, pero empecé a tomar notas. Y, aunque seguía intentando retomar otros proyectos, me daba cuenta de que todos empalidecían en comparación con esta historia. Cuantas más notas recogía, más me daba cuenta de que estaba traspasando ese límite que me había autoimpuesto, que era no salir del país de la ficción. Ir hacia ese terreno desconocido me producía cierto deseo y, a la vez, miedo, y eso que yo creo que toda escritora y todo escritor debe instalarse en la incomodidad y dirigirse a tierra incógnita. Como dice Anne Ernaux, y yo coincido, hay dos tipos de escritora: la que representa y la que busca. Yo pretendo buscar y pienso que cada libro debería ser, al menos para mí, una incursión en un territorio desconocido. 

¿Y hacia qué terreno la llevó este libro?

–La escritura me fue llevando hacia un lugar que pretendía evitar. Una parte de mí se negaba a seguir y otra parte seguía tomando notas y elaborándolo. Es verdad que esas notas no empecé a tomarlas de inmediato, sino cuando, de algún modo, la vida se asentó. Aunque es verdad que el mismo día de su muerte sentí que había algo muy literario en todo lo que me estaba ocurriendo, como si fuera una ficción. Fue un 7 de julio, y los de Pamplona sabemos muy bien lo que supone, había bullicio, fiesta, gente en el exterior, y, en el interior, estaba sucediéndome esto... Ese ir al tanatorio cuando todo el mundo iba de blanco y rojo a pasar un día de fiesta.

¿Casi como si le estuviera pasando a otra persona?

–En esos primeros momentos sí que tuve la sensación de que le estaba pasando a un personaje de mis cuentos. Sentía un extrañamiento muy fuerte, un no comprender exactamente lo que estaba pasando.

Antes ha hablado de la tradición literaria que existe de escritura al padre o a la madre, ¿de qué manera le ha influido?

– Lo pensé mucho también, porque escribir sobre este tema suponía inscribirse en una tradición hondamente cultivada. Y eso me podía llevar a un libro repetido que ni movía ni conmovía. Me preguntaba qué más podía decir yo sobre no se hubiera dicho ya. Luego me di cuenta de que el tema del duelo es inagotable y que todos los libros que los tratan son valiosos e incómodos. Son libros que rascan en la herida. Así que entendí que tenía que dejarme llevar y escribirlo, quisiese o no.

Portada del libro.

Portada del libro. Cedida

No ha evitado incluir algunos rasgos de su carácter que no eran tan buenos.

–En este tipo de historias, siempre acecha el peligro de caer en la autocompasión. Y yo creo que cuando se habla del dolor no hay que caer en sentimentalismos absurdos o en ajustes de cuentas artificiales y gratuitos. En ningún momento pretendí escribir un libro hagiográfico o lacrimógeno, y tampoco deseaba matar al padre como en la carta de Kafka. Más que nada, porque mi padre era, por supuesto, una persona con sus luces y sus sombras, pero no era alguien al que fuera necesario ensalzar o perdonar, sino, simplemente, acoger y compartir. Al final, creo que el amor es eso. Hay una parte del libro en la que digo que de él añoro hasta lo que me molestaba, porque el amor se basa no solo en lo que nos une, sino también en lo que nos separa.

¿En qué medida la escritura sobre su padre define también a Margarita Leoz?

–Me fui dando cuenta de que su muerte y la escritura posterior de este libro me hicieron tomar conciencia de mí misma. Yo era hija de alguien y, al morir mi padre, también me definí de nuevo en relación con él. Todo libro biográfico o que tenga el deseo de retratar a otra persona, contiene también mucha mirada del yo, es decir, de autobiografía. Al escribir sobre el padre, nos escribimos a nosotras mismas, nos confrontamos, revisamos nuestra identidad y nos preguntamos también de qué manera éramos cuando él nos miraba y cómo somos ahora que no nos mira. De todos modos, también tengo claro que esta es mi versión de la historia.

¿A qué se refiere?

–A que en el libro también hay un cuestionamiento sobre cómo reconstruimos la memoria y el pasado; si los hechos sucedieron o no como los cuento o si al recordar siempre estamos inventando de alguna manera. Quizá si comparara mis recuerdos con los de otras personas cercanas a mí, me sorprendería. Lo que está claro es que trasladar lo sucedido a un lenguaje distinto, el de la literatura, que no es el lenguaje de la vida, ya es un artificio, una creación.

¿El respeto y la aceptación de la diferencia es el legado más importante que le dejó?

–Sí, esa era una de sus grandes virtudes. Quizá, cuando nacemos en un entorno concreto, no nos resultan extraños algunos valores o comportamientos, pero gracias a este libro me di cuenta de las grandes virtudes que tenía, y la diferencia era una de ellas. Él era el único padre que estaba en las fiestas de fin de curso y en la de Navidad, escuchando villancicos. O que venía a las tutorías. Era él el que me preparaba el bocadillo para los almuerzos y hay una cosa que me está siendo muy útil en mi camino literario, que es la capacidad de asombro. Cuando comento que en el mercado sabía el nombre de todos los pescados, de todas las frutas... Era una persona sin estudios superiores que había ido buscando la belleza a la par que se abría camino en la vida. Una vida normal y corriente, y eso me interesaba también porque, para mí, lo cotidiano es fascinante, mágico, misterioso.

“De mi padre añoro hasta lo que me molestaba. El amor se basa no solo en lo que nos une, sino también en lo que nos separa”

¿Qué le ha dicho su madre, porque también aparece en el libro, claro?

–Ella sabía que lo estaba escribiendo. Y la entrevisté varias veces para contrastar con ella algunas historias, como cuando se conocieron y demás. Cuando ya leyó el libro, imagino que sería muy emocionante para ella. Pero, aunque, por supuesto me importaba lo que pensase, sabía que le iba a parecer bien. Tenía la tranquilidad de que me iba a apoyar en esto. Como en todo.

¿Este es el libro que más le ha costado escribir?

–Sí, sí, desde luego. Tanto por la parte emocional como por la literaria. Y me ha dejado muy agotada, pero, a la vez, he aprendido mucho de cómo hablar desde la primera persona. Aunque siempre me parece que todo lo que escribo es personal, incluso los personajes de ficción. Pero, sí, escribir este libro es la cosa más verdadera que he hecho nunca.

‘Lo que permanece’ se cierra con cierta paz.

–Exactamente. Yo partía del dolor y de los sentimientos tan intensos del duelo, y de ese pensamiento mágico de ponerle un plato en la mesa y luego darnos cuenta de que no va a venir, de desear contarle una cosa y percatarme de que no está ahí para escucharla... Bueno, la ilustración de la cubierta representa muy bien lo que contiene el libro, la noria, esa idea circular de la vida con sus vaivenes. Vivimos con nuestras cicatrices. Así es la vida y me interesan mucho sus matices, esa dualidad entre la alegría y la tristeza... Y las mariposas apuntan al ímpetu de la vida a pesar de todo.