No más de 300 páginas. Miguel Izu (Pamplona, 1960) es un escritor y lector de libros “no muy largos”, en los que prime la palabra precisa y la información esencial. Y En la frontera –su última novela, publicada hace una semana por Vencejo Ediciones– cumple esta directriz a rajatabla. Se trata de una novela marcada por los límites –los que el propio autor se exige y los fronterizos– y un crimen con muchas respuestas sin resolver.
La novela surge de un problema fronterizo entre España y Francia. El primero quiere respetar el límite de 1785 y el segundo invoca el Tratado de Basilea de 1795. ¿Dónde se dibujaría esa muga en el año 1856?
No está definida. Es el mapa de la portada. Lo coloreado es la zona en disputa, aunque aparecen varias líneas. Francia y España quieren todo, pero todo viene de un conflicto anterior, cuando todavía no estaban formalizados los estados y los vecinos de Baigorri y Erro peleaban por tener pastos para sus animales. Yo tomé la historia porque es un momento de indefinición. Hay un límite trazado en Quinto Real (Aldudes), pero no lo respetan. Me llamó la atención porque se delimitó muy tarde –en 1856–, así que me pareció un buen escenario para algo. Y esto lo conecté con un caso real que nos contó la jueza de Instrucción Mª Paz Benito en una charla de Pamplona Negra. De pronto, aparece un cadáver en la frontera de Navarra con Francia y estaba claro que lo habían depositado ahí. Me quedé con esa idea y la ligué con el pleito fronterizo.
¿Qué tienen de interesante las mugas?, ¿es algo que se afianza también en la actualidad?
Es un fenómeno moderno. Antiguamente, no se sabían cuáles eran los límites de los países o hasta dónde llegaba el poder de un rey. En realidad, es en los últimos dos o tres siglos donde ya se trazan y se hacen los convenios entre fronteras. Se colocan los mojones, las aduanas, los pasos fronterizos… Los estados modernos necesitan saber y controlar dónde acaba el poder de uno y en qué punto comienza el del siguiente. Hasta dónde se necesita un pasaporte, hasta dónde tiene valor la moneda que utilizas. De hecho, Stefan Zweig menciona que después de la Primera Guerra Mundial –cuando hay nuevas fronteras y países– ya no se puede viajar sin pasaporte. Nos parece que las fronteras han existido siempre, pero son muy modernas. Nos engañan un poco porque, cuando coges libros de historia, señalan la frontera de los Alduides, pero no había nada.
Pero antes de que esto se politizara, no era más que un problema entre los vecinos del valle, “los que tienen preocupaciones distintas”, tal y como menciona en la obra.
Claro, durante siglos fue un conflicto de pastos. Los de Baigorri necesitaban meter a sus rebaños en Quinto Real porque no tenían espacio. Sin embargo, desde la Edad Media se había declarado que era del valle de Erro y no querían compartir territorio. Lo que pasa es que los de Baigorri fueron ocupándolo y se quedaron con la mitad de Quinto Real. Ese es el conflicto hasta el siglo XVIII, cuando pasa a ser algo internacional. Se demora tanto la resolución porque hasta que no se soluciona lo de los pastos no hay convenio internacional. Y esto solo se consigue por medio del arriendo perpetuo. Los franceses pueden meter sus rebaños en parte de territorio español, pero pagando. Es muy común en todo el Pirineo.
¿Y cómo era la circunstancia lingüística en el entorno rural de la frontera?
–Yo me pongo en 1856 y me imagino que en esa zona se hablaba en euskera. El retroceso del idioma empezó en Navarra, pero más al sur. Y, sobre todo, tenía que ver con la escolarización y con el servicio militar, que son dos asuntos típicos del siglo XIX. Por otro lado, también está el fenómeno de las zonas fronterizas. Hay mujeres que no han salido de casa y solo hablan euskera, pero los hombres ya hablan dos, tres o cuatro idiomas para entenderse a los lados de la frontera.
¿Es cierta la complicidad que mencionas en el libro entre contrabandistas y carabineros, o es una licencia poética?
Eso es real y sigue existiendo –se ríe–. Ya no hay carabineros, se han reconvertido en policías y guardias civiles, pero el negocio del narcotráfico mueve tal cantidad de dinero que puede comprar a los policías que controlan las fronteras. De hecho, en el Estado sale de vez en cuando que han detenido a unos guardias civiles porque colaboraban con narcotraficantes.
Y en En la frontera este asunto es esencial para la trama...
Los contrabandistas están muy presentes porque es la época donde crece el contrabando. En el XVIII y XIX había una frontera que no estaba del todo delimitada, pero los estados ponen carabineros –hacia 1829– para vigilar las mugas. Y aquí empieza el despliegue de los contrabandistas. No se pueden meter mercancías así sin más, sino que tienen que hacerlo a escondidas de los carabineros. Es un motivo bastante común en literatura; de hecho, Pío Baroja juega con él en sus novelas. Y yo lo he repetido.
No es la primera vez que produce un híbrido entre thriller y novela histórica –ya lo hizo con El crimen del Sistema Métrico Decimal–, que además guarda relación con esta última novela en varios aspectos...
Es una época que me parece muy interesante; en especial, para escribir ensayos, aunque de un tiempo a esta parte me he decantado por la novela, porque me entretiene más. Es un tiempo en donde se configura el Estado tal y como lo conocemos hoy y el ordenamiento jurídico. Se establece el Estado constitucional, con un código penal, un código civil, el mapa local, los ayuntamientos... Me resultó una época muy interesante y cómoda de estudiar porque están digitalizados todos los boletines desde el siglo XVIII y porque también hay muchos periódicos en las hemerotecas digitales. De hecho, así fue como escribí mi primera novela –El crimen del Sistema Métrico Decimal–. Investigué mucho sobre la ley que sacaron, sobre cómo la gente se acostumbró a utilizar estas medidas –en Navarra, todavía se habla en robadas–. Años más tarde, me encuentro con este tema de la frontera, vi que los tiempos eran parecidos y por eso utilicé al mismo protagonista. Así que, continué la historia de Pedro Arróniz, como si fuera una saga, aunque no tiene nada que ver. En cualquier caso, creo que el siglo XIX –en concreto, la época intermedia– está bastante desaprovechada. Y es justo cuando se establecen las instituciones que conocemos hoy. O los ferrocarriles, que hay muchos crímenes que pueden ocurrir ahí...
¿Habrá una novela que cuente con el ferrocarril como escenario?
O con el telégrafo. Hay un cambio de costumbres en este tiempo y creo que hay mucha posibilidad de producción.
¿Diría que la obra de Miguel Izu constituye un universo cerrado?
No, porque he ubicado novelas en momentos y lugares muy diferentes. Es cierto que tienen algunas cosas en común y que si las juntas se crea un universo, que es el siglo XIX durante el reinado de Isabel II y una trama criminal. También hay personajes reales, como políticos –que aparecen o que se les menciona–. Pero también tengo novelas ambientadas en el siglo XX y que no tienen nada que ver.
Pero en gran parte de su producción trata crímenes y misterios...
De joven leía mucho a Agatha Christie y a Arthur Conan Doyle. Como me gustaba leer eso, lo que me salió fue escribir sobre eso. Por eso, con mi primera novela me fui hacia lo conocido, que era un crimen en San Fermín, pero luego me di cuenta de que era un tema muy típico –se ríe–. Me resulta cómodo porque puedo contar muchas cosas con la excusa de la trama. Y lo utilizo para hablar de lo que quiero.
¿Y qué hay de Elena, la mujer de Pedro Arróniz? A pesar de ser madrileña, tiene un carácter muy navarro...
Probablemente –se ríe–. Para mí, es el personaje más interesante, pero no le puedo poner como protagonista porque en aquella época eran los hombres lo que lo copaban todo. Aunque sí quise hacer que fuera una mujer adelantada a su tiempo –porque las primeras feministas comenzaron a surgir en esas épocas– y quise retratar cómo era ese perfil femenino, minoritario en aquel entonces, pero con un papel muy importante.
No me resisto a preguntar por la dedicatoria: “A todas las mujeres a las que he decepcionado”, ¿por qué?
Para tener un colectivo amplio al que dirigirme, porque amigos tengo pocos y mi familia no me compra los libros –porque se los regalo–. Y, como ya tengo una edad y tengo la sensación de haber decepcionado a mucha gente y a muchas mujeres, pues para adelante –se ríe–. Que se sientan aludidas todas las que quieran.