Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que conducir una villavesa era sinónimo de estabilidad, un buen salario a final de mes y una carga de trabajo asumible, con tiempo suficiente en las paradas, sin el estrés que cualquiera percibe hoy en cuanto pone un pie en el autobús. Todo, o casi todo, ha cambiado en los últimos años. Ya casi nadie quiere que su hijo herede su trabajo, como sucedía en la antigua y familiar Cotup, en los años 80 o en los 90 .

Y sin este contexto resulta casi imposible entender lo que sigue, las causas de una huelga que ya dura diez meses y a la que no se ve un final cierto. Porque el conflicto, además, viene de lejos e interpela también a la clase política navarra: ¿hay que asumir un deterioro continuo en el servicio público y en las condiciones sin esperar resistencia?

Lo sabe bien Caridad Chueca, que se puso por primera vez al volante de un autobús el 18 de diciembre de 1995. “Nunca veías un autobús tirado por una grúa, los mantenimientos estaban al día y los tiempos de expedición –la duración del trayecto entre el comienzo y el final de la línea–, que en muchas líneas son los mismos que hay ahora, te permitían descansar al llegar a la cabecera; bajar del autobús, estirar un poco las piernas, ir al baño”. Lo dice para empezar y resume así algunas de las principales reivindicaciones de los más de 600 trabajadores que componen hoy TCC Moventis, la empresa –propiedad de la familia Martí Escursell, que acumula un patrimonio de 250 millones de euros– adjudicataria del transporte público en la Comarca de Pamplona. 

Conductores de las villavesas junto a un baño portátil, estilo caseta de obra, instalado por Mancomunidad durante la pandemia. Iban Aguinaga

Todo se ha transformado desde entonces. La Comarca de Pamplona ha ganado más de 100.000 habitantes en estas tres décadas, hasta rozar hoy en día los 370.000. “Ni la ciudad, ni el tráfico son los mismos”, añade Iñaki Martín, otro chófer con décadas de experiencia. Los pasos de cebra, las peatonalizaciones, la ciudad a 30. “El número de viajeros se ha disparado, estamos en 46 millones al año. La carga de trabajo es muy diferente, porque cuando abres la puerta no es lo mismo que suba una persona o suban 30”.

Sin tiempo de descanso o para comer algo

Javier Peru trabaja en una villavesa desde hace 18 años. Procedía del metal, un sector relativamente regulado, cuyas empresas suelen respetar los tiempos de descanso pactados y que reconoce “el Estatuto de los Trabajadores”. No es lo que, a su juicio, sucede en las villavesas, a pesar de que Mancomunidad haya asegurado que está invirtiendo unos 700.000 euros al año en mejorar los tiempos disponibles para los conductores.

“Durante toda nuestra jornada, de ocho, incluso de nueve horas, no tenemos un momento en que estamos sin usuarios. Aunque tengas dos minutos en cabecera siempre tienes alguien que quiere subir. En una línea de montaje cada dos horas tienes diez minutos de descanso y luego puedes almorzar o merendar. Aquí no puedes comerte el bocadillo tranquilamente para poder seguir. Si vas al baño llegas tarde. Y si te alejas un poco para fumar un cigarro viene alguien a preguntar cuándo sales. Al final, acabas un poco harto de todo”. 

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El estrés que imponen los tiempos, la lógica de la productividad y el ahorro llevada al extremo, se siente nada más comenzar la jornada. En algunas líneas no hay tiempo para llevar el autobús desde las cocheras de Ezkaba hasta la salida de la línea, así que para “hay conductores que tienen que empezar su jornada laboral antes de lo estipulado”, dice Caridad Chueca. "Cuando comienzas a acumular retraso se enciende una maquinita que te lo va diciendo, un minuto tarde dos minutos tarde. Algunos hemos aprendido a relativizar, pero mucha gente se estresa", dice su compañera Antonia Sánchez.

Y todo se vuelve una locura al final de la jornada. Ahí directamente nos roban tiempo", dice Javier Peru, quien pone como ejemplo la línea 4, una de las más transitadas de las villavesas, y los nueve minutos de los que disponen los conductores para bajar desde Merindades a Arre. O los 11 entre Merindades y Huarte. “Estamos en el siglo XXI –remata Javier Peru, pero en la edad media en cuanto a condiciones laborales”.