Decía Martin Luther King que veía a Israel “como uno de los grandes puestos de avanzada de la democracia, como un ejemplo maravilloso de lo que se puede hacer, de cómo el desierto puede convertirse en un oasis de democracia y fraternidad”. Justo este 2023, cuando el Estado de Israel ha cumplido 75 años, el país se enfrenta a la mayor crisis interna de su historia. La reforma del poder judicial ha partido el país en dos, llevándolo a una polarización hasta ahora nunca vista, para algunos una necesidad de agilización del sistema, para otros el fin de la democracia en Israel. Una crisis que amenaza con convertir en espejismo el oasis democrático israelí que apreciaba el doctor King.
Pero para entender las implicaciones de la actual reforma es necesario remontarse al origen del Estado de Israel. Para muchos expertos, en ese momento fundacional surgió el pecado original que ha conducido al país a la crisis actual. El 14 de mayo de 1948 Ben Gurión proclamó el Estado de Israel, al mismo tiempo que cinco países vecinos árabes, desoyendo la resolución de la ONU que dividía el territorio de Palestina en un Estado israelí y en otro árabe, atacaban el recién creado Estado judío. La guerra árabe-israelí acabó con victoria israelí, haciéndose el nuevo país con amplios territorios del que debía ser su vecino Estado árabe. Tan solo se libraron de la ocupación judía Cisjordania y Gaza, que quedaron, a su vez, bajo protección jordana y egipcia. Se iniciaba así un conflicto que a día de hoy no conoce solución.
Tras la victoria, fue necesario desarrollar el Estado con un sistema político democrático. Los fundadores decidieron crean un sistema parlamentario con una sola cámara legislativa, sin un senado que actuara de contrapeso, y sin una constitución que sirviese de garante de la actividad del Knéset, el parlamento israelí. Muchas son las explicaciones que se han dado a esta cuestión. Para algunos autores, Ben Gurión preveía el futuro conflictivo del Estado israelí respecto a sus vecinos, por lo que creyó que sin constitución tendría mayor poder para tomar decisiones en contextos de guerra. Para otros, aquello fue transigir con los sectores más religiosos y ultraortodoxos que veían el nuevo Estado como algo más que la patria de los judíos y no estaban dispuestos a permitir que Israel se guiase por un documento secular dejando de lado la Torá o la legislación religiosa de la tradición. Con el paso de los años, se vio necesaria la instauración de leyes básicas que sirviesen de orientación de la actividad legislativa. Desde los años 50, la Knéset ha ido desarrollando distintas leyes básicas que han actuado como leyes constitucionales. Estas catorce leyes básicas, la última de ellas aprobada en 2018, regulan aspectos como los derechos de los ciudadanos, la supervisión de las instituciones, el poder judicial, el funcionamiento de las fuerzas armadas, o la instauración de Jerusalén como capital del Estado. En el entramado institucional israelí es el poder judicial el que vela por que las leyes emanadas del parlamento se adecúen a las distintas leyes básicas. Es decir, al no existir una segunda cámara legislativa ni una constitución, es el poder judicial la única institución con capacidad para controlar la acción del gobierno.
Tres objetivos
La intención del gobierno con la reforma actual es triple. Primero, debilitar el poder de la Corte Suprema a la hora de anular leyes, lo que haría que una mayoría simple en la Knéset pudiese revocar las decisiones de los tribunales. Segundo, el gobierno tendría la voz decisiva a la hora de elegir a los jueces, e incluso a la Corte Suprema, aumentando su influencia en el comité que lo nombra. Y, por último, eliminar la obligación que tienen los ministros de seguir las directrices de los asesores legales y del fiscal general.
Para el gobierno de Benjamín Netanyahu, la reforma evitará al poder ejecutivo y legislativo de un excesivo control por parte de los jueces, dotándolos de mayor capacidad de maniobra y agilidad a la hora de tomar decisiones. Además, el que sea el parlamento el que tenga la última palabra implica, según Bibi y el gobierno que lidera, que sean los representantes salidos de las urnas los que tomen las decisiones políticas y no unos jueces que no han sido elegidos por la ciudadanía. Además, la legitimidad de su decisión de llevar adelante la reforma habría sido refrendada por los resultados electorales del pasado noviembre.
Los detractores de la reforma afirman que su aplicación implicaría la imposibilidad de la separación de poderes, principio básico ampliamente aceptado en las democracias parlamentarias para asegurar que una democracia sea considerada como tal. Además, la reforma traería consigo dificultades añadidas para inhabilitar a un primer ministro. Todo ello, en un momento en el que Netanyahu aún tiene varios procesos abiertos en su contra.
La respuesta de parte de la sociedad israelí ha sido masiva, con las mayores protestas jamás vistas en los 75 años del Estado judío. El mejor ejemplo de la intensidad de la contestación pública se observa en el activismo de los reservistas del ejército, verdadero pilar de la sociedad israelí. El rechazo ha calado a fondo también entre miembros activos del ejército, concretamente en sectores del Tsahal tan claves históricamente como las fuerzas aéreas, cuyo protagonismo en momentos clave de la historia de Israel como la guerra de los seis días lo convirtieron en el cuerpo más reconocido de las Fuerzas de Defensa de Israel.
La intensidad de las protestas nos deja ver que hay algo más que una simple reforma en juego. Desde sus orígenes en 1948, el Estado de Israel ha mantenido un difícil equilibrio entre los que desean un Estado judío y los que aspiran a un Estado democrático. Ben Gurión logró aunar las dos sensibilidades, la de inspiración laica y liberal, y la conservadora y religiosa. La no promulgación de una constitución es una consecuencia de este equilibrio y el resquicio que Netanyahu pretende utilizar para implantar su reforma que, en opinión de numerosos expertos, dinamitaría el frágil equilibrio fundacional.
La opción de que, una vez aprobada la reforma, ultranacionalistas y ultraortodoxos pudieran imponer a toda la sociedad israelí su visión político-religiosa no es fruto de la casualidad. La imposibilidad de Netanyahu de formar gobierno con las fuerzas políticas de centro y de izquierda ha llevado al primer ministro a la necesidad de buscar apoyos en los partidos extremistas. Estos partidos ultras habrían aceptado la reforma de Netanyahu para, en el futuro, tener la posibilidad de implantar por las vías legales un Estado basado en sus principios religiosos.
La polarización entre las dos almas de Israel cada vez es más grande, incluso geográficamente, la Tel Aviv liberal cada vez es más diferente a la Jerusalén de los ultraortodoxos. La cuestión que se debate no se reduce solamente a meras reformas legales que pudieran liberar las actuaciones gubernamentales de la censura judicial. Las implicaciones de la reforma van más allá y se dejan notar antes de su aprobación. Colectivos como los LGTBIQ+ se muestran preocupados ante los ataques extremistas. Mientras, los ultraortodoxos más radicales actúan menos cohibidos e intentan imponer su rechazo a la sociedad moderna a través de protestas violentas. El Israel laico tiembla ante la posibilidad de un Israel teocrático, mientras que el Israel ultraortodoxo llama a la protesta contra la Israel liberal y laica, según ellos decadente y opuesta al judaísmo tradicional.
Palestina, afectada
La cuestión palestina se verá también afectada por este desequilibrio. Históricamente, las posturas más laicas y seculares han sido las más partidarias de la solución al conflicto con el establecimiento de dos Estados. El desarrollo de la autoridad palestina y la búsqueda de una solución dialogada al conflicto es una opción más cercana a los sectores sociales más liberales de la política israelí. Al contrario, los sectores más ultraortodoxos y ultranacionalistas apuestan claramente por una anexión de los territorios ocupados, siguiendo el mito del retorno a Israel, entendiendo los límites del país como los expresados en la Biblia. Los actuales socios de Netanyahu no esconden estos argumentos y apoyan claramente los asentamientos en las tierras ocupadas, siendo incluso ellos mismos en gran parte colonos de esas zonas.
Israel, por tanto, no solo se enfrenta a una simple reforma del sistema judicial o a una “erdoganización” del Estado de la mano de un primer ministro en manos de populistas ultraderechistas y ultrarreligiosos. Es mucho más lo que se juega en el presente conflicto. El equilibrio histórico entre la Israel laica y liberal y la Israel conservadora y ultraortodoxa parece hallarse en peligro por primera vez en los 75 años de vida del Estado y los efectos de la reforma pueden llegar a ser profundos. Las protestas se mantendrán mientras la reforma continúe su curso, a la vez que la polarización social irá aumentando. Además, no hay que ser un experto en política para ver que la actual crisis social y política israelí puede tener, además, implicaciones internacionales. En el Oriente Medio azotado por numerosos conflictos propios que afectan a todo el planeta, basta la chispa más pequeña para que se produzca el mayor incendio. Y todo esto ocurrirá mientras Netanyahu siga siendo rehén de los extremistas.
El tiempo dirá si Netanyahu es capaz de completar la reforma hasta sus últimas consecuencias o si es capaz de calmar las protestas y satisfacer a sus socios más radicales. Bibi ha tenido la habilidad de sobrevivir a grandes retos en su larga carrera política, así que habrá que ver si la cuadratura del círculo que requiere la actual situación política forma parte de sus artes. Israel se encuentra en la mayor crisis interna de su historia, lo que podría tener grandes consecuencias en su capacidad de responder a los retos que le plantea el futuro.