Del cerdo o marrano, todo es sano
La carne de cerdo puede considerarse como el prototipo de alimento que ha sufrido grandes avatares a lo largo de la historia. La domesticación y consumo del cuto fue desde sus orígenes en la noche de los tiempos objeto de controversia y dividió a parte del mundo: para unos era un animal proveedor de alimentos, para otros, el transmisor de males? Literatos y gastrónomos, antropólogos y eruditos locales han dedicado suficientes páginas y enjundiosos estudios a este bicho: En Azuelo nos recuerdan la fiesta de la matanza, en aquel pueblo o villa estellesa todavía vive el (pen)último matarife/matacherri/matacutos, y si leemos a Antoñana o Iribarren, Satrustegui o Argandoña? podemos tener noticia del preciado pernil, de la crujiente chinchorta/chanchigorri?
Para los mayores de la casa todavía resulta agradable recordar que del marrano se aprovecha todo, en pocas ocasiones un tópico ha sido y es fiel a la verdad de los hechos. No solo estamos ante un animal tradicional de nuestra cocina, desde tiempos seculares, sino presente en dichos y proverbios. Solo a modo de ejemplo, antes de comenzar suculento almuerzo, pues, con buena lógica, ya nuestros abuelos decían “No llenaras bien la panza, si no haces buena matanza” o “Cuarenta sabores tiene el cerdo y todos buenos”. Existen decenas de refranes, versos y cantares populares: “El tocino vive en fango y muere en vino”; “El cochino y el señor, de casta han de ser los dos”; “Del puerco, hasta el rabo es bueno”; “Cuto fiado, buen invierno y mal verano”; “Del cerdo me gustan hasta los andares”, “Carne de marrano pide vino”, etc.
La matanza, auténtica fiesta que movilizaba a toda la familia, tenía lugar entre noviembre y febrero: “A todo cerdo le llega su san Martín (o san Antón)”. Una vez que el animal estaba muerto y se había recogido la sangre, se le chamuscaba el pelo para luego carnearlo. Durante las fases siguientes (podían durar días) se cortaban las partes específicas, algunas de las cuales se sometían a tareas de conservación. Era habitual que familiares y amigos, a veces el cura o el maestro, recibieran un presente (regalo). Mientras los de casa y algún allegado comían las asaduras y otras partes de la pieza sacrificada (migas o la variedad casera a base de manteca, casquería, menudillos?). En días posteriores se elaboraban longanizas (chorizo, chistor?) y morcillas o se adobaba el lomo y las costillas y se colgaban los jamones para consumirlos posteriormente.
Despiezado, el cerdo es absolutamente comestible, tanto fresco como en las formas elaboradas de salazones o embutidos, y desde sus partes más nobles (lomo, magra, costillares? jamón) hasta las que habitualmente se desechan/desdeñan de otros animales (morro, manos?). Así lo recuerda un refrán: “Todo es bueno en el cochino, desde el hocico al intestino”. Incluso su piel fue estimada en marroquinería (bolsos, cinturones, zapatos) y de sus capas subdérmicas se obtienen los “chicharrones” o acompañantes del aperitivo (como los que se zampa mi amigo Cacho en Los Arcos o servidor que da cuenta de buena oreja en el Andia). Su pelo (cerdas) fue antaño utilizado para la elaboración de tramas (trencillas) y para la confección de cepillos o escobillas y hasta sus colmillos -por extensión de la nombradía a su ancestro, el jabalí que se mueve y caza en la Berrueza o valle de Lana- otrora fueron empleados en la elaboración de supuestos afrodisíacos y filtros amorosos.
Aspecto importante, en el casi inabarcable catálogo de productos que del cuto se obtienen, merece el que lo ha elevado a las cimas de la consideración gastronómica. Sin más rodeos: el maravilloso jamón, que ya es ensalzado por autores medievales y de la talla de Cervantes o Quevedo y seguirá asomándose en nuestra mejor literatura y en los relatos de los viajeros (pueden consultar mis obras Aquellos ojos extraños o De techo y olla). El sustanciero también quitó o al menos alivió los latigazos del hambre de muchas gentes. Hueso rancio y casi pelado que pendía colgado de una escarpia en modesta cocina de labradores y jornaleros y al que se adherían partículas de humo o pegaban las moscas. Muy de tarde en tarde, se le privaba de la sustancia que sus entrañas todavía guardaban y de ahí su nombre que era alegría para caldos y sopas.
Entre los diversos nombres que se dan al cerdo doméstico (“Puerco, cuto, cochino y marrano, todo es uno”), hay que distinguir el de “verraco”, que se aplica al macho destinado a la monta (a partir de los diez meses de edad), “marrana” para la hembra parida o en disposición de ser preñada (a partir de los seis meses) y “lechón/gorrín” que corresponde a las crías durante la lactancia. Ya saben: “de la panza, sale la danza” y “todo lo que anda, nada o vuela?, a la cazuela”; pero de eso trataremos otro sábado.
Más en Navarra
-
Los personajes de abril en Navarra: El Cali, Eguzkilore Loom, El Redín, Elsa Castillo, Toki Leza...
-
La Ciudadela acoge el quinto peldaño de la 'Escalerica' en torno a las tradiciones de Pamplona
-
El vivero municipal de Miluze abastece de flores y plantas a los jardines de Pamplona
-
Los elogios al restaurante Rodero de grandes chefs de todo el país por su 50 aniversario