llí está, en el rellano de la escalera, quieta su maquinaria porque no hay ahora una mano como la hubo siempre que durante todo el año se ocupe de darle cuerda. El reloj, ese excelente reloj de pie, está parado. Y de este hecho, de esta realidad, que cada una perciba las evocaciones que quiera, pero lo cierto es que el viejo reloj de casa Esandi, en Isaba, descansa mudo sin dar las horas, sin mover su péndulo, sin ver ascender y descender sus pesas, sin girar sus agujas… y, como un mueble más, decora donde siempre ha decorado, altivo, exhibiendo esfera.

Cualquiera que venga a casa lo que ve es un elemento decorativo, sin duda antiguo… pero nada más; aunque no sea poco, no ve nada más. Sin embargo detrás de él hay una historia que descubrí un día por casualidad; una historia que se enfrenta hoy al “desolvido”, intrahistoria pura y dura. Me explico:

Obsérvese que las alpargateras de la vertiente sur del Pirineo dejaron de acudir al otro lado más o menos cuando la guerra de 1936-1939. Aquél conflicto, como las huelgas previas en Mauleón, pusieron el estoque de muerte a este movimiento migratorio que por aquellos años estaba ya en franca decadencia y agonía. Y a partir de entonces… silencio de ellas y silencio para ellas.

Algo tenía aquél oficio que socialmente no acababa de estar bien visto, al menos por algunas personas; algo tenía que hacía que décadas después el almadiero se enorgullecía de haberlo sido, y también el pastor, fuese este último quesero o trashumante, y aún mejor si fue las dos cosas; pero quien fue golondrina nada decía, parecía casi peor que ser madre soltera ¡o agote en otro tiempo! Pero callaban. Y pasaron décadas viendo ellas el orgullo de los demás, y seguramente rememorando en su cabeza aquellos movimientos migratorios que en su infancia y adolescencia hicieron para ganarse un salario. Sea por la razón que sea no alardearon de golondrinas, dijeron décadas después que es que allá marcharon las más económicamente necesitadas, y que no era cuestión de presumir de eso.

Secreto desvelado

Sin embargo en los últimos años del siglo XX en el valle del Roncal se empezó a hablar de ellas, y no para mal sino para todo lo contrario, para decirles que se les admiraba. Y en esto la asociación cultural Kebenko tuvo mucho que ver, lo tuvo todo. Quedaban ya muy pocas, y se las buscó, se as entrevistó, se las homenajeó, y en definitiva, se las reconoció en su esfuerzo, en su trabajo y en su mérito. Los medios de comunicación empezaron a hacerse eco del esfuerzo del colectivo Kebenko por sacarlas del olvido. Pasaron aquellas mujeres del olvido al reconocimiento.

Y fue entonces, en ese momento, cuando mi tío me desveló aquello que nunca había dicho: “Tu abuela también fue alpargatera”. Nunca había oído yo nada de eso en casa, era todo un descubrimiento para mí. Evidentemente quise saber más. Y fue así, en ese empeño mío, cuando supe que lo que le movió a mi abuela Inocencia Anaut Esandi a desplazarse andando a las fábricas de Mauleón en aquellos últimos años del siglo XIX fue realmente su ilusión por hacerse el ajuar para la boda. Aún y todo lo que más me impactó fue comprobar que mi tío Nicolás conservaba en casa algunas huellas del pasado alpargatero de la abuela; eran herramientas de trabajo de ella, pocas pero sentimentalmente valiosas para mí. Punzones, leznas, hilos, cortahilos, tijeras, e incluso un par de suelas de esparto. Todo ello del siglo XIX. Y todo ello, bien colocado, lo conservo y lo exhibo yo ahora en mi casa, en ese “museo” familiar que tantas horas de satisfacción me reporta.

Supe también que su último año de alpargatera fue el del invierno de 1898 a 1899, de donde regresó para casarse ese mismo mes de abril, es decir, se vino de allá antes que las demás porque altar y novio le esperaban aquí.

De aquella última estancia nada llegué a saber, el tiempo lo había borrado todo, seguramente que la discreción de la abuela ayudó a ello. Y mucho menos supe del conjunto de todas sus estancias invernales de alpargatera; me atrevería a decir que ni tan siquiera sus hijas e hijos llegaron a conocer detalles de aquella etapa; y sin embargo se preocuparon de guardar sus herramientas de trabajo, lo que me hace pensar que la abuela Inocencia era de aquellas que, además de trabajar allá, se traía trabajo aquí, algo que posteriormente he descubierto que fue muy habitual. Son herramientas que corresponden a una época en donde la mecanización estaba por llegar.

Reloj de pie

Sin embargo de todo lo que averigüé, que se me antojó escaso, hubo algo que me impresionó, que me gustó. Y ese algo era el reloj que había en la escalera; el reloj que a mí me había acompañado siempre entre sueños intentando desde la cama contar las horas que daba, sabiendo que un minuto después las repetía una segunda vez permitiéndome a mí la posibilidad de confirmar que las había contado bien.

Y aquí es donde mi tío Nicolás me sorprendió. Me contó que la abuela, la “madre” que respetuosamente decía él, en su última estancia en Mauleón, invierno de 1898-1899, se vino unos meses antes que las demás porque se iba a casar, que en casa tuvieron que salir a buscarle por el riesgo que había en el monte con los lobos, y que cuando la recogieron en pleno ascenso hacia Arrakogoiti iba ella con una caballería, pero… ¡atentos a la estampa invernal!, ella iba andando con sus zatas sobre la nieve, y la caballería portaba sobre sus lomos el equipaje de ella… ¡y un reloj!. El “reloj de pie” iba desmontado en piezas; lo había comprado a un anticuario, es decir, estamos ante un reloj que en 1899 ya era antiguo. Caballería y reloj, el conjunto de todo ello, los había comprado con el salario de ese invierno; aunque he de reconocer que mi tío sospechaba que la caballería se la habrían dejado, “entonces las alpargateras por mucho que trabajasen no creo que les alcanzase para comprar una caballería”, decía él.

Lo cierto es que, de repente, aquel enorme reloj que me recibía siempre cuando yo entraba a casa, adquirió un significado especial para mí. Simbolizaba el salario de un invierno, simbolizaba una historia casi secreta, simbolizaba el pasado de mi abuela golondrina, simbolizaba interminables caminatas de ella sobre la nieve, y también cientos de horas de trabajo cosiendo suelas de esparto, y morreras, y talones, y liguetas. Aquel reloj que ella trajo para ajuar de su boda adquiría en mí otra dimensión cuando me ponía delante de él.

Casualmente en 2019, 120 años después de que estuviese ella, me tocó visitar varias casas en Mauleón y en alguna localidad de su entorno mientras yo hacía un trabajo que precisamente tenía como objetivo recoger y salvaguardar la memoria de las golondrinas roncalesas; y, para mi sorpresa, descubrí que todas aquellas casas tenían un denominador común, que era el hecho de presumir de tener un reloj de pie antiguo como el de mi casa; pero quise pensar que aquellos relojes no le ganaban al de la abuela en antigüedad, o por lo menos, detrás de ellos no había un viaje ni una historia como la que había detrás de aquel que en mi infancia guió mis sueños con sus puntuales campanadas.

Es la hora

Han pasado ya muchos años desde que descubrí el secreto de mi abuela. No la conocí a ella, pero este detalle me sirvió para, en secreto, admirarla aún más. Mi tío Nicolás también se fue, igual que nos iremos todos, y desde entonces ya nadie le da cuerda al viejo reloj. Pero sigue allí, en su sitio, donde siempre.

Sin embargo… sin embargo el paso del tiempo ha hecho que yo me haya dedicado a recuperar, salvaguardar y dar a conocer la memoria de aquellas que un día fueron golondrinas. Y cuando me toca dar alguna conferencia sobre ellas, en esas imágenes que yo proyecto la última de ellas es siempre la imagen del reloj de la abuela Inocencia. Ese reloj me recuerda que es ya la hora de acabar la conferencia; pero también, y así les digo siempre, ese reloj, con su historia, nos dice que es la hora:

… la hora de recuperar y salvaguardar la memoria de nuestras alpargateras.

… la hora de reconocer en ellas su trabajo y su esfuerzo.

… la hora de admirarnos ante su valentía, demostrada año tras año, a una edad muy temprana.

… la hora de entender que nuestros montes, nuestra lengua y nuestra sangre conforman una unidad cultural, simbolizada hoy en aquellas golondrinas.

Tal día como hoy, en circunstancias normales, estaríamos en Isaba dedicando la jornada al recuerdo y homenaje de todas las alpargateras, lo mismo navarras que aragonesas; pero el coronavirus nos ha impuesto un toque de queda no deseado. Sirva, por tanto, este reportaje como recuerdo agradecido a todas las golondrinas, sin excepción.