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Camineros de Navarra, trabajadores de pico y pala

Ricardo Gurbindo reivindica en su último libro este antiguo oficio, encargado del mantenimiento de las vías de comunicación, fundamentales para el desarrollo económico, social y cultural

Camineros de Navarra, trabajadores de pico y pala

Camineros de Navarra. Semblanza de un oficio de pico y palaes el título del último libro de Ricardo Gurbindo Gil (Burlada, 1970), un investigador apasionado de la etnografía, de las vidas de las clases populares. Además, en el oficio de caminero se unen dos cuestiones que le interesan especialmente, el mundo del trabajo y el desarrollo de una red viaria básica de comunicaciones, dada su importancia en los procesos evolutivos sociales. “Empecé con el tema por casualidad. Debido a mi interés por estos temas, hace un par de años en la feria del libro antiguo me hice con un reglamento del Cuerpo de Camineros del año 1944”, recuerda Gurbindo. Así, empezó a tirar del hilo y encontró en el Archivo General de Navarra numerosa información sobre este oficio a la vez que pudo constatar que se había escrito poco sobre los camineros. “En un principio, la intención era escribir un artículo para Cuadernos de Etnología y Etnografía de Navarra, tal y como antes había hecho con otros oficios de antaño como los areneros, fajeros o garapiteros”, observa.

Pero el proyecto fue creciendo y se convirtió en un libro, editado por Lamiñarra. A lo largo de 189 páginas, analiza el origen, funciones, particularidades y evolución temporal de este colectivo de trabajadores, cuya figura quiere reivindicar. Lo cierto es que desde el establecimiento de los primeros caminos reales hasta las carreteras modernas, los peones camineros fueron los encargados de mantener estas infraestructuras en condiciones óptimas.

El desarrollo de las comunicaciones comenzó a mediados del siglo XVIII con la construcción de los primeros caminos reales en Navarra. El primero fue entre Pamplona y Tudela. Eran caminos carretiles con el firme consolidado a los que se les dotaba de una serie de elementos como cunetas, arbolado, señales de distancias, vigilancia, para lo que era necesario un presupuesto elevado. Ante la ralentización provocada por la falta de recursos, la Diputación Foral negoció con el Estado las competencias sobre el desarrollo viario de las comunicaciones y, con la concesión de la Real Cédula de 1783, quedó en manos de los navarros esta importante facultad. Lo cierto es que el avance de la red viaria en Navarra a lo largo del siglo XIX fue constante, paralelo al desarrollo de los sectores principales de la economía. “En 1919 Navarra tenía 693 kilómetros de carretera por cada 100.000 habitantes, más que el doble que la media del Estado, que era 306”, observa Gurbindo.

Para conseguir una financiación estable se tomaron diferentes medidas. Una fórmula fue la implantación de unos arbitrios que gravaban de forma suave hasta treinta y cinco productos de consumo y tránsito por el reino. Aunque también se llegó a emitir una especie de deuda pública, la solución definitiva vino de la mano del establecimiento de una red de peajes y cadenas que, según el medio utilizado para transitar y las mercancías transportadas, cobraban una determinada tasa.

La construcción de esta red viaria fue a base de pico, pala y cesto, con la ayuda en ocasiones de animales de tiro y el uso esporádico de explosivos en los tramos más rocosos. Hasta la creación del cuerpo en 1825, los caminos, especialmente los carreteros, se hacían y se mantenían mediante auzolan, trabajo vecinal de las localidades por los que pasaban. En el caso de los caminos reales, su construcción, mantenimiento y gestión era competencia directa del Consejo Real, organismo integrado por miembros de la nobleza y de la Iglesia que, dadas sus prerrogativas, estaban exentos de contribuir económicamente. Esta situación cambió a partir del virreinato del conde de Gages (1749-1753), quien extendió la obligación de cooperar en este cometido a todos los navarros con independencia de su condición. No obstante, siguieron siendo los vecinos de los pueblos quienes padecían las consecuencias más negativas de la expansión caminera.

El mantenimiento de estas vías, fundamentales para el desarrollo económico y social de la comunidad, no se llevó a cabo de una forma integral hasta que se creó un cuerpo de peones camineros. “Para que no fueran confundidos con malhechores, llevaban una banda blanca de ante de seis dedos de ancha y en el centro un escudo de latón con las armas del Reino y un sombrero de suela con un letrero en latón”, observa Gurbindo.

En el ordenamiento de 1857 se recogen tres niveles de profesión: peones de entrada, peones camineros y peones capataces. Para su ingreso en el cuerpo era necesario un certificado de buena conducta refrendado por el alcalde y el párroco del lugar de residencia. En 1912 se prescinde de la firma del cura. Tres décadas después, se estableció que el ingreso debía ser por oposición. Sin embargo, contaban cómo méritos los servicios militares prestados a favor del Movimiento Nacional, según apunta Gurbindo.

A cada peón caminero le correspondía un tramo de tres kilómetros y el capataz treinta. Después la distancia de kilómetros asignada pasó a depender de cada tipo de carretera. En un principio los camineros debían permanecer en el camino todos los días del año desde la salida del sol hasta su puesta. Los domingos y días de precepto tenía las dos primeras horas del día tras la salida del sol para ir a misa. Tras una modificación del reglamento en 1912 se limitaban los espacios para el almuerzo, comida y cena. En 1942 se estableció la jornada partida de ocho horas. Sus competencias no se limitaban al cuidado y mantenimiento del camino. “Con una carabina tenían una función cuasi policial, con la facultad de tramitación e imposición de multas”, observa.

“Entre los trabajadores públicos el colectivo de los camineros fue uno de los más castigados”, observa este historiador. No obstante, hay muy poca documentación al respecto. Lo sucedido con el caminero Benito García Calvo, alias Andarín, es una de las pocas excepciones. “Su caso es expuesto en el trabajo como un ejemplo de lo que pudo ocurrir con muchos de sus compañeros. La represión política de 1936 se ensañó de forma especial con el Cuerpo de Camineros”, destaca. Al respecto, señala que de los 363 camineros que componían el cuerpo en 1936, quedaron 52 plazas vacantes después de producirse el Alzamiento Nacional. “Al menos veinte fueron asesinados sin mediar procedimiento judicial alguno”, sostiene.

Asimismo, la presencia de estos trabajadores a pie de carretera hizo que les tocase conocer de cerca el horror de aquel triste período, y más de una vez fueron los camineros quienes hubieron de hacerse cargo de enterrar los cuerpos abandonados en las cunetas. “Una vez acabada la guerra, los testimonios de algunos camineros llegaron a ser determinantes para poder registrar la muerte de estas personas y, de esta manera, poder regularizar la situación de sus familiares”, recuerda. Gurbindo.

“Entre los trabajadores públicos, el colectivo de camineros fue uno de los más castigados”

Historiador y etnógrafo