"A mis alumnos siempre les decía que la Guerra de la Independencia empezó y terminó en Pamplona. No se lo creían", bromea Iñaki Ustarroz, vecino de la Txantrea. Les sacaba a la ventana, en el instituto de Burlada en el que daba clase, y les hacía asomarse. "¿Veis las murallas? Ahí es donde empezó todo, donde tuvo lugar la primera escaramuza". El día que los franceses tomaron Pamplona por culpa de una batalla de bolas de nieve. Y en la otra ventana: "¿Veis aquél monte? Pues ahí fueron los últimos bombardeos de Wellington, es donde les dieron la patada a los franceses y salieron corriendo", ríe.

Fue en San Cristóbal, en Ezkaba, en un lugar que Ustárroz se conoce como su propia casa. También el fuerte que lo corona y que él, aficionado a la historia e investigador nato, solía frecuentar cuando era niño -como no podía ser menos-. Todavía hoy sigue visitándolo siempre que puede. No se cuela por los mismos recovecos porque confiesa que últimamente la rodilla le falla un poco, "pero ha habido meses que he venido todos los días. A las tres de la tarde, que es cuando más me gusta venir. El calor no me asusta", confiesa.

Ustarroz, que estudió Bellas Artes y dio clases de dibujo, tiene una memoria privilegiada y una curiosidad que no sacia nunca. Se ha recorrido el Archivo de Navarra; el archivo Histórico-militar y el Servicio Cartográfico del ejército en Madrid; y el Museo de Artillería del Alcázar de Segovia en busca de información, conserva planos, mapas, fotografías y dibujos, y se conoce al dedillo todas las curiosidades e historias que exhalan las piedras del fuerte. Hace ya un siglo que finalizaron las obras de esta estructura defensiva que, aunque nunca llegó a estrenarse, se erigió para ser concebida como la segunda ciudadela de Pamplona.

Sabe de los graffitis con nombres y apellidos de quienes estuvieron presos antaño, y de otros que anuncian la fuga ("22 de mayo de 1938: fuga") aunque desmiente, eso sí, que el fuerte esté conectado con el centro de Pamplona a través de túneles subterráneos. A saber.

Él ha visitado todos los pasadizos fascinado por una estructura que fue "pionera y única" en los tiempos en los que se comenzó a construir (1878), aunque nunca llegara a utilizarse como fuerte artillado. "Son trabajos de sillería de altos vuelos, aquí se formó toda una generación de canteros. Rodean el fuerte algunas piedras en forma de cono que, tras complicados trabajos de cálculo, sirven como referencias visuales que ayudaban para enfilar el tiro en terreno escarpado", explica.

Podría ir casi con los ojos cerrados hasta la estructura del montacargas que todavía se esconde en uno de los pisos subterráneos y que serviría para subir munición y las propias piezas de artillería, y cuenta -sin perder la sonrisa- que estuvo a punto de construirse un funicular para facilitar los trabajos de construcción.

Casamatas para disparar los cañones -todavía se conservan los ganchos que los sujetarían para aguantar el retroceso-, caponeras en las que se esconderían los soldados para proteger el foso y poternas, que son puertas de salida pero no de entrada, para evitar las emboscadas. Dar un paseo por el fuerte con Ustárroz es como ir de excursión, aunque haga falta una libreta y no perderse detalle. "Hubo un pastor que dejaba pastar aquí a las ovejas, hace algo más de una década. Alguna vez en el fuerte y otras en el Polvorín, las tenía tan amaestradas que subía con camioneta", bromea, en el "túnel de las ovejas. Los críos lo llaman así porque alguna imprudente se refugiaba en él y luego no sabía cómo salir".