La muerte del preso de Pamplona Xabier Rey Urmeneta también es una muerte injusta. No debiera haberse producido y pudo ser evitada. No cabe llevarse a engaños. Xabier Rey fue condenado a 26 años de cárcel por su militancia en ETA tras un juicio en el que sus declaraciones fueron una prueba clave pese a haber denunciado que había sufrido malos tratos y torturas tras su detención y los interrogatorios policiales en situación de incomunicación. Había cumplido 10 años de condena -tenía ahora 38 años-, en situación de dispersión en la cárcel de Puerto III en Puerto de Santa María, a más de 1.000 kilómetros de su casa y de su familia, y también en régimen de aislamiento en uno de los centros penitenciarios más duros del Estado. Y ambas cuestiones, la dispersión y el aislamiento, ya son una condena añadida a la propia condena dictada por los jueces, más aún cuando su presunto historial delictivo en ETA no contaba con ningún atentado. Es decir, Xabier Rey no tenía delitos de sangre ni reiteración delictiva que justificara medidas penitenciarias excepcionales como las que se le aplicaron sin que los responsables del centro penitenciario ni los jueces de vigilancia hicieran nada por cambiar una situación injusta. Como otras muchas muertes durante los años de terrorismo de ETA y de otras violencias que han asolado esta tierra, la de Xabier Rey ya no tiene solución ni vuelta atrás, pero debería ser la última muerte derivada de una política penitenciaria de excepción e injusta que sitúa la venganza y el sufrimiento por encima de los derechos garantistas y democráticos de cualquier persona condenada al margen de los delitos que hayan causado esa condena. La muerte de Xabier Rey también forma parte del relato de injusticias y violación de derechos humanos que ha sufrido este país por el terrorismo y la violencia. Se quiera aceptar o no. Guste o no.