Tenía que llegar. Desde Forocoches al Congreso, en los wasaps y los memes, reaparece con ferocidad viral, y muy brutal, la voz "comunista". Sea como adjetivo o salivazo, hoy ya es raro el español libre del apellido. Incluso Santiago Abascal es para algunos friquis de la otra ultraderecha sí, la hay un traidor bolchevique, vendido a los masones europeos y al rojo sistema. Por lo que a mí respecta, que me registren, pues ni siquiera puedo acogerme a la confesión de Joan Sales, ya en 1937: "No soy comunista, entre otras razones porque ya lo he sido". Yo ni eso.

Y digo que tenía que llegar porque igual camino expansivo recorrió antes la palabra "fascista", que lo mismo valía para señalar al árbitro tuerto, al tabernero que cerraba a su hora y, ay, al vecino que no pensara como había que hacerlo. Guardo entre mis papeles una pegatina electoral donde todos los candidatos locales, salvo uno, son llamados fascistas, pero con x. En la memoria también guardo dos décadas en la que esa era la pintada favorita del país: faxista! ¿Se acuerdan?

Así que resulta lógico que la infantilización ideológica, el reduccionismo frívolo pariera por fin la parejita. Se necesitaban. Habrá que preguntar a quien de verdad ha padecido un régimen fascista, o comunista, cómo se come esta rebaja de las palabrotas, qué se siente al contemplar su dolor impar igualado al nuestro. Y habrá que preguntarse qué ocurre aquí para todavía considerar Ceausescu o Mussolini al adversario político, y mucho peor: para desearle con tanta rabia un destino semejante. Ya que colgado o ejecutado está feo, al menos bien infectado.