odemos echarle la culpa a la pandemia. Porque datos publicados el pasado mes de noviembre constataban que, recuperada la presencialidad en las aulas tras las restricciones por la covid, los casos de violencia y acoso a los profesores y profesoras registraron un incremento del 23%. Pareciera que el confinamiento, los toques de queda y la persecución a los botellones hubieran aumentado la irascibilidad de una parte del alumnado. Que ese tiempo muerto provocado por el coronavirus fuera una carga inasumible entre jóvenes y adolescentes que ven cómo se les escapan los mejores años. Podemos echarle la culpa a la pandemia, pero el origen de las agresiones a los docentes tiene un carácter más profundo y menos sujeto a la temporalidad, y tiene que ver con la educación recibida en la familia, con un excesivo proteccionismo con los alumnos y unos modelos sociales sobrepromocionados que confunden la reprobable violencia con una sana rebeldía a esas edades. No sé por dónde caminan las soluciones, si las hay. A los de mi generación los maestros tenían carta blanca para pegarnos pero, como es lógico, aquella violencia podía atemorizar pero no enmendaba nada. La reciente agresión de un muchacho de 15 años a la directora del instituto de Burlada cuando esta trataba de evitar el maltrato a una alumna, no es, aunque se desarrolle en otro contexto, un hecho ajeno. Y aquí la única vacuna es la buena educación, pero por lo visto andamos escasos de dosis.