El papel desempeñado por Yanguas y Miranda en el trasfondo del proceso de elaboración de la Ley de 16 de agosto de 1841 muestra fuertes paralelismos con el desarrollado por Del Burgo en la dinámica de gestación de la Lorafna de 1982.

En primer lugar, Yanguas y Miranda desarrolló una intensa labor discursiva en los años previos para abonar el terreno a la solución cuarentayunista, de forma similar a la de del Burgo casi siglo y medio después.

En tres obras (el Prólogo sin libro sobre la monarquía navarra de 1837; la Representación a las Cortes españolas de la Diputación Provincial navarra de 5 de marzo de 1838, con toda seguridad de su pluma como secretario que era de dicha corporación; y el Análisis Histórico Crítico de los Fueros de Navarra, también de ese mismo mes), Yanguas insistió repetidamente en la inviabilidad de recurrir a las Cortes navarras, tal y como él mismo reconocía que dictaba la Constitución Histórica de Navarra, para sancionar la modificación del status políticoinstitucional navarro en conformidad con el nuevo marco liberal, incidiendo en su incapacidad para reformarse por su estructura estamental. Y recalcó que dicha alteración debía efectuarse mediante otras vías alternativas basadas en la Constitución de 1837, sobre todo la finalmente elegida, mediante una Diputación provincial surgida de aquella y no dependiente, a diferencia de la extinta Diputación del Reino, de ningún órgano legislativo. Asimismo, subrayó las diferencias entre el marco foral de Navarra y el de las provincias vascongadas y preformuló los ingredientes de la solución de 1841.

En segundo lugar, además de esa batería discursiva, Yanguas estuvo en Madrid desde mediados de octubre de 1839 para “promover por todos medios los interesantes negocios de la Provincia hasta su feliz conclusión” dimanados del Convenio de Bergara. Así, habría participado en la confección del Real Decreto promulgado el 16 de noviembre de 1839 para que pudiera “tener efecto lo dispuesto” en el artículo segundo de la Ley de 25 de octubre, esto es, para que se pudiera llevar a cabo el trámite de audiencia de Navarra y Vascongadas necesario para la elaboración de las propuestas de modificación de los fueros que el Gobierno debía presentar a las Cortes para cada territorio.

Mediante ese Real Decreto se bifurcaron los caminos de Navarra y de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. Mientras, por el artículo primero, en las provincias vascongadas se resucitaba el sistema foral tradicional, ordenándose que se constituyeran sus respectivas Juntas Generales para elegir a sus Diputaciones, en lo que respecta a Navarra, según el artículo cuarto, se establecía que la Diputación debía ser nombrada según los parámetros constitucionales fijados para la elección de las diputaciones provinciales. Desaparecía la Diputación del Reino, designada, según la constitución histórica de Navarra, por las Cortes navarras como representación permanente de las mismas, y por el mismo artículo cuarto se conservaban en la nueva Diputación, no obstante, algunos aspectos formales de aquella como su número de siete, si bien ahora “nombrando un diputado cada merindad, los dos restantes las de mayor población”. En cuanto a las competencias de la misma, se supeditaban a “las que siendo compatibles con ellas” señalaba “la ley general a las diputaciones provinciales”, sumándose “las de administración y gobierno interior que competían al Consejo de Navarra”, todo ello, claro está, “sin perjuicio de la unidad constitucional”.

Por otra parte, según el artículo séptimo se determinaba, en conformidad con todo lo anterior, una clara diferenciación entre los protagonistas de la interlocución con el gobierno de Madrid: en Vascongadas serían las Juntas Generales las que nombrarían los “dos o más individuos” para conferenciar con aquél; en cambio, en Navarra los designaría “la nueva diputación”, convirtiéndose ésta en el árbitro del proceso para dicho territorio. Las disimilitudes en el apartado de nombramiento de delegados, así como por defecto en todo lo que tuviera que ver con la concreción de contenidos a negociar y con la gestión de los tiempos de la negociación, eran palpables. En Vascongadas esos aspectos cruciales se debatirían en un foro asambleario con representantes municipales de extracción social variada. En Navarra todo ello sería dirimido por un órgano de siete miembros elegidos por un sufragio fuertemente censitario en un escenario político en el que los diputados elegibles pertenecerían bien al liberalismo moderado, bien al progresista, permaneciendo fuera de juego, por proscripción política tácita, otros posibles candidatos adscritos al carlismo, el predominante entre la opinión pública navarra.

Por consiguiente, dicho real decreto corroboraba las tesis de Yanguas, defendidas asimismo por varios intervinientes en las Cortes españolas en el debate sobre la ley de 25 de octubre de 1839, de que el procedimiento de modificación foral en Navarra debía hacerse mediante un método diferente al vascongado por cuanto se subrayaba la imposibilidad de convocatoria de las Cortes navarras por las razones expuestas en sus tres obras anteriormente mencionadas, pero también porque ya las Cortes de Cádiz habían dictaminado que no podían coexistir dos cuerpos legislativos en un mismo Estado. Así, se conformaba una Diputación que respondía, a pesar de diversos arreglos cosméticos, más al carácter y naturaleza de las diputaciones provinciales que a la extinta, e imposible también de resucitar, Diputación del Reino cuya misión esencial era, recordémoslo, velar por el cumplimiento de los cánones constitucionales propios del reino, tal y como había intentado hacer a lo largo de toda su historia y, sobre todo, ante la Asamblea de Bayona en 1808 y ante las Cortes gaditanas en 1813. Y, paralelamente, se facilitaba el futuro desenlace al quedar configurada la parte negociadora navarra como amigable respecto de Madrid, carente absolutamente de los perfiles reivindicativos de los fueristas vascongados que se negarán a entablar negociaciones.

En 1839-1841 una Diputación dispuesta por Madrid, y amoldada a la estrategia de Yanguas y a los intereses de los grupos sociales que el tudelano representaba, desplazaba a unas Cortes navarras consideradas como un impedimento irreformable a las que no había que convocar. Nadie, a excepción de Sagaseta de Ilurdoz, haría comentario alguno sobre la necesidad de convocatoria de las Cortes navarras según los cánones constitucionales propios para su autorreforma con arreglo al nuevo sistema liberal y para la sanción del proceso, denunciando de paso la usurpación del papel de las mismas que entrañaba el papel negociador exclusivo otorgado a la nueva Diputación Provincial.

En 1979 UCD impuso quiénes debían ser los agentes primordiales de la negociación: con 20 sobre 70 escaños en el Parlamento Foral tuvo el 57,1 por ciento de los puestos de la Corporación Foral, y estableció la primacía de la Diputación sobre el órgano parlamentario al no ser aquélla elegida por éste. Por tanto, las tesis de la Corporación Foral como custodio de la soberanía navarra se imponían a las tesis de la democracia moderna según las cuales la soberanía popular reside en los órganos parlamentarios representativos. Ciento cuarenta años después se adoptaban los mismos principios tendentes a concentrar el poder decisional en el menor número de personas y a anular o disminuir las posibles interferencias de los foros parlamentarios autóctonos. A ello, se añadió el hecho de que UCD controló absolutamente el equipo negociador, marginando a dos de los siete diputados. Con todas esas circunstancias, UCD y del Burgo pudieron pilotar con total autoridad la vía navarra hacia la autonomía, siguiendo la prefijada hoja de ruta delburguiana, a pesar de las interferencias provocadas por el asunto FASA, que pudieron sortearse mediante negociaciones paralelas.