Hasta hace unos años lo único que marcaba el color del último viernes de noviembre era el tono del cielo, casi siempre plomizo y grisaceo por estas fechas. Ahora más que gris es negro, un auténtico Black Friday, porque así nos lo han pintado en una sociedad cada vez más volcada en el consumo desmedido. Las ofertas de estos días superan en muchos casos las rebajas y cada vez más gente aprovecha para adelantar las compras navideñas. Es comprensible. Y fácil caer, pero quizás deberiamos mirar qué hay detrás de esas ofertas. Pensar en la cadena de negocio y tratar de ver quién se beneficia del descuento y quién sale más perjudicado, que casi siempre es el pequeño comercio. Esa tienda cercana que da vida a la ciudad y que en muchos casos, por decisión propia, no se suma a este tipo de días abogando por impulsar una manera de consumo sostenible y más responsable. Comprar lo que realmente necesitamos, no solo lo que queremos. Eso quien pueda permitírselo. Comprar menos y mejor. Porque aunque a veces paguemos más, hay cosas que van en el precio que no se incluyen cuando compramos con un click. Esa atención cercana y directa, el sentir que alguien conoce tus gustos, el saber que estás en buenas manos, que lo que gastas llega a quien tiene que llegar y que lo que compras tiene la garantía de quien lo vende cara a cara. Es difícil no dejarse seducir ante la avalancha de marcas con descuento, pero me quedo con el mensaje de una de ellas: mejor llenar el armario de sentido común que de ropa que quizás nunca vayas a usar.