Hay una parte de la realidad que sirve para hablar en el café y da lugar a charlas animadas que refuerzan lazos, crean un marco donde las disensiones tienen poco recorrido y los cambios de postura se aceptan con mayor naturalidad que en otras circunstancias.

Es un recurso interesante porque todo el mundo sabe de qué se habla y si alguien no dispone de toda la información es fácil y divertido proporcionársela. Tanto que es posible que las personas que la generan estén contratadas por algún discreto organismo público con la finalidad de fomentar una ciudadanía buenrrollera y prevenir males mayores.

En la cajita destinada a tal fin se hacen hueco Tamara e Íñigo, Isabel y Mario y su pichula presunta, Harry y Meghan, Shakira y Piqué. Por introducir variedad, pero también porque cuadra, me imagino dentro al arzobispo Gänswein, parte de otra pareja de carácter diferente a las anteriores, que acaba de publicar –recién fallecido el otro integrante– Nada más que la verdad. Mi vida junto a Benedicto XVI, donde se despacha a gusto sobre la labor de Francisco. ¿Estaremos ante un best seller?

Ya en 2012 un estudio de la Universidad de Berkeley realizado con 300 individuos demostró que cotillear favorece las alianzas sociales, ayuda a encontrar la paz mental, anima la interacción social y ayuda a gestionar problemas con mayor eficacia. Todo ventajas siempre que el tono sea positivo o neutro. Nada de insultos ni venas hinchadas ni encarnizamiento. Un equipo holandés aportó otro beneficio: cotillear nos hace dedicar más tiempo a la reflexión. El placer de participar en la comprensión, contextualización y disección de las situaciones nos incita a recopilar la información disponible, buscar argumentos originales, depurar la expresión y perseguir la brillantez, la claridad o la irrefutabilidad en la exposición. Cotillear debería ser una asignatura.