Mi incipiente afición por la bicicleta se truncó un día de verano de 1973 cuando un camión de pequeño tamaño me golpeó por detrás en la parte final de la Avenida del Ejército, cerca ya del cruce con Yanguas y Miranda cuando me dirigía a preparar los exámenes de septiembre de Física. Salí del paso con contusiones diversas y una corta visita al hospital. De mi Orbea azul y blanca, regalo de comunión de mi tío Estanis, no recuerdo nada más. Supongo que quedaría inservible y ni a mí ni a mis padres nos quedaron ganas de arreglarla o sustituirla. Tardé cerca de 30 años en volver a aficionarme a las dos ruedas, y lo hice por otro regalo, esta vez de mi mujer, una mountain bike amarilla de Decathlon que, cuatro lustros después, sigo utilizando para mis traslados por la ciudad con poco miedo a que me la roben.

Pues bien, en esta segunda etapa bicicletera he sido arrollado hasta tres veces por otros tantos vehículos a motor en diferentes puntos de la ciudad o su entorno. En una de esas ocasiones el conductor del coche abandonó el lugar después de comprobar brevemente que seguía vivo. En la más grave de todas volví a conocer las interioridades del mayor centro hospitalario de Navarra, como prólogo a varias semanas de baja. El brazo derecho nunca me ha vuelto a quedar igual. Por supuesto, nada comparado con lo sucedido el sábado en Cadreita, cuando un coche se llevó por delante a tres ciclistas. Uno de ellos seguía ayer en estado muy grave. Desgraciadamente, no es una noticia inusual. De anécdotas como las mías pueden dar fe montones de usuarios y aficionados. El ciclismo, el cicloturismo o el simple hecho de moverte en bicicleta por el lugar donde resides sigue siendo una actividad de riesgo y no debería a poco que los conductores dejaran de comportarse como los amos de calles y carreteras. Al responsable de lo del otro día, que no vuelva a tocar un volante. Y sí, sigo andando en bici.