El pasado domingo la Liga francesa quiso solidarizarse con el colectivo LGTBI+ y denunciar la homofobia, se llame como se llame ahora ese odio infame. Dentro de la campaña “Gais o heterosexuales, todos usamos la misma camiseta”, los equipos se comprometieron a llevar un dorsal con los colores del arco iris, arco iris que al menos seis futbolistas decidieron pasarse por el otro arco, el del triunfo. No han sido pioneros. Hace dos años una estrella –media luna, diríamos mejor– del PSG se negó a jugar con el símbolo reivindicativo arguyendo que tenía diarrea, él y tal vez la camiseta. El año pasado se escaqueó aludiendo motivos personales y este año caga duro en otra Liga, la inglesa. Ya de paso se ahorra el comodín de que le duele la cabeza.

De origen senegalés, marroquí, argelino, egipcio, maliense y bosnio, no los une su nacionalidad, ni su idioma materno ni el color de su piel. Los iguala lo otro, ya me entienden. Y por supuesto, y porque han recibido la presión de los clubes, no todos sus hermanos de fe se han comportado así en el césped. Pero tampoco hace falta ser un cruzado para pensar que su desprecio tendrá ya imitadores en muchos institutos europeos. Todo un modelo, el suyo, de tolerancia para la pujante chavalería.

Pero nada, colegas, sigamos mirando al otro lado, dejando vacía la defensa por la banda izquierda, olvidando activamente que la principal amenaza hoy para el laicismo en Europa no es la peña de gomina y misal, más presente en la tele que en la calle. Tanto debate entre libertad y comunismo, y no veas lo que importan ambos términos a esos futbolistas. Y a su gente, ni te cuento.