Creo que puede convivir y convive realmente el hecho de no tener simpatía ninguna por Putin, ni por su manera de gobernar, ni por la invasión de Ucrania ni por prácticamente nada de lo que hace con el hecho de comprender que detrás de lo que viene sucediendo desde febrero de 2022 hay razones de geopolítica mundial, de extensión de la OTAN y más motivaciones que quizás no alcancemos a comprender –o no se nos explican– el común de los mortales y que seguramente no justifican nada pero sí que lo contextualizan.

Pienso que eso es perfectamente posible. También que cualquiera puede tener en su interior un deseo equis y que crea que ese deseo equis es viable y que luego otra cosa bien distinta es que alcanzar ese deseo sea poco menos que una quimera y que además implique un riesgo enorme para muchos millones de personas.

Creo que lo dijo Borrell hace poco, tras semanas de ruido de tambores en Europa: no hay que asustar a la gente, Europa no va a ir a morir por Ucrania, se trata de ayudarles. Seguro que a muchos les gustaría infringir una derrota a Rusia, por qué no, una derrota a Putin, por qué no, pero creo que cualquiera es perfecto sabedor de que vencer a Rusia sin entrar en una confrontación directa que no solo involucre a Ucrania supone lo que supone y lleva a lo que lleva. Nos gustará poco o nada, pero parece la realidad de la situación y la realidad del poder que tienen unos y otros sin que se produzca una conflagración a nivel europeo o mundial.

Ya digo, podemos tildar a Putin de lo que queramos, pero ahí no hay gran tema, puesto que el asunto que nos puede afectar –más– es otro: ¿hasta dónde estamos dispuestos –uso el plural porque los gobiernos no nos preguntan qué hacer ni cómo, así que de facto vamos en su barco– a apretar a Rusia sin que nos pillemos los dedos? ¿Y cuántos miles de muertos más van a darse? Esas –y otras– cuestiones parecen cruciales ahora.