Los coches circulan a paso lento por la ronda. Hay retención. Una enorme cosechadora ocupa uno de los carriles. Los turismos encogen ante la presencia del monstruo: reducen, frenan y esperan el momento de adelantar con prudencia. Parece que los conductores no tienen prisa o traen puesta la experiencia de alguna tractorada de protesta. Como un dinosaurio en retirada, el vehículo agrícola busca un desvío para volver a su hábitat de campos amarillentos.
La presencia de la cosechadora, de pronto, rescata imágenes de veranos lejanos; de hombres alimentando una trilladora que gime como un animal hambriento; de sacos amamantados de cereal por unas trampillas; del botijo y el vino fresco que corre de mano en mano para aplacar el calentón de una jornada de trabajo de sol a sol; del terreno de la era convertida en una pequeña factoría rural; de mujeres atentas a todo; del desayuno con leche de vaca recién ordeñada; de casas que nunca cerraban la puerta con llave; de las zambullidas en el mar de grano que era el granero…
Cuando la cosechadora se aleja por el retrovisor del coche, pienso que los veranos se suceden como un tiempo eterno, como la mejor de las cosechas.