¡Madre mía! Me imagino el cortocircuito cerebral que tienen que tener en estos momentos en los estudios de arquitectura que están valorando presentarse al concurso del Monumento a los Caídos. Es sabido que el papel lo aguanta todo y más cuando se trata de acuerdos políticos tan supercalifragilísticos como este. Hay que reconocer que no es fácil intentar contentar a cuanta más gente mejor en un tema tan delicado, pero la verdad es que a mí no me queda muy claro qué es lo que hay que hacer.
Es un derribo-no derribo, una demolición parcial, un sí pero no. Vayamos por partes: “Retirada de los mármoles que se pusieron con objeto de la inauguración y que incluyen inscripciones de Franco”. Sin problema. “Demolición de las arquerías exteriores”. Entendido. “Desaparición y demolición de las criptas en las que estuvieron enterrados los golpistas Mola y Sanjurjo”. Más complicado, pero bueno tampoco será técnicamente más difícil que hacer un parking subterráneo, por ejemplo.
Hasta aquí bien, pero ¿y esto?: “Acordamos la intervención específica importante sobre la cúpula exterior, de modo que se oculte y cambie el skyline bla, bla, bla” y añade que dicha transformación “mantendrá la estructura interna de la cúpula donde se encuentran las pinturas de Ramón Soltz, con el objeto de posibilitar la lectura crítica de las mismas en el propio centro.”
O sea, ¿se tapa la cúpula, con unos paneles prefabricados, por ejemplo, y por dentro se pone como una cortina corredera para tapar y destapar las pinturas, o algo así? No sé, yo casi veo más fácil lo que dijo una vez el gran escritor Angel Erro: tirar todo y proyectar un holograma gigante con la figura del edificio, haciendo que día a día vaya perdiendo intensidad, muy poco a poco, hasta que se desvanezca del todo.