Se ha aprobado esta semana una nueva ley del comercio en Navarra, uno de cuyos objetivos más claro –sino el que más– es “salvar” el comercio de cercanía, que es la manera de llamar al comercio de debajo de casa, de barrio, del pueblo, al de al lado, a tu vecino. Por supuesto, cualquier paso de todas las administraciones en esa dirección es positivo, de la misma manera que lo sería el poner limitaciones a las grandes superficies y cadenas de distribución, que se implantan sin mayor problema desde hace más de 30 años.
Dice el estudio que acompaña a la ley que hay 7.000 comercios en Navarra –1 por cada 1.000 habitantes–, pero que en los últimos 8 años han cerrado casi 1.400, lo que supone el cierre del 16,6% de los que había en 2016, y que otros 1.500 corren serio peligro de aquí a un lustro. A mí, sinceramente, 1.500 me parecen pocos, vista la velocidad a la que han ido desapareciendo desde la pandemia. A la falta de relevo generacional, precio de los alquileres, cambios de forma de comprar o desinterés político se une, no obstante, un aspecto que sigue siendo clave: el compromiso de cada cual con su entorno más cercano.
Lógicamente, no se le puede pedir a quien anda pelado de dinero que no mire el precio y acuda a cualquier tienda cueste lo que cueste el producto, pero sí nos podemos pedir a nosotros mismos cuando la situación no es esa o no es la clave principal –comodidad, pereza, novedad– que pongamos más cariño al hecho de comprar lo más posible cerca de casa, en la medida en que una compra de barrio o de pueblo construye barrios y pueblos más alegres, más fuertes, más dinámicos y, en consecuencia, hacen mejor nuestras vidas. Esto es así: vivir en un lugar sin apenas comercio o sin comercio es un lastre y una tristeza, así que sigue estando en nuestras manos que esos 1.500 sean menos y que la situación mejore más allá de leyes, que bienvenidas sean.