Hola personas, imagino que ya estará todo preparado, los comestibles, los bebestibles, las galas, los regalos, los convocados, los inevitables etc. etc. Pues nada, que Dios reparta suerte. Y si la suerte sale del bombo ese que cantan los niños de San Ildefonso pues mejor que mejor.

Hoy os voy a contar un ERP que ha transcurrido lejos de nuestras calles y de nuestro medio. Esta semana la he pasado en los madriles y, como siempre, ha dado para mucho. Fui el viernes pasado y volví el jueves de esta semana. Yo era uno de los miles y miles de seres que estos días pululaban por sus calles, por sus avenidas, tiendas, bares y restaurantes. Qué cosa tan increíble, qué cantidad de gente había por todos lados. Me dediqué casi todo el rato a mis vicios que, como ya sabéis, se reducen a librerías, iglesias y museos y ahí la cosa se suavizaba un poco, pero cuando uno iba de un lado a otro, por las céntricas calles del gran poblachón manchego, que decía Azorín, léase, Gran Vía, Alcalá, Castellana, Plaza Mayor, Velázquez… o cualquiera de las callejuelas que a éstas circundan, la cosa era de locos. El domingo a la mañana se me ocurrió dejarme caer por el Rastro, plaza de Cascorro y adyacentes, no duré ni 15 minutos, salí por piernas. Además, tras muchas visitas al Rastro, he aprendido que es mejor ir cualquier día de la semana y deambular por las tiendas de antigüedades que por allí abundan y que es donde hay cosas interesantes; en los puestos que se ponen por las aceras los domingos no hay más que morralla. Tras mi fuga del Rastro quedé con mis amigos, todos ellos pamplonicas, y fuimos a una fiesta de cumpleaños a la que nos había invitado el gran Billy, más conocido por el primo Billy, que cumplía ochentayalguno y había organizado una fiesta a la hora del vermut, en un polígono industrial de San Sebastián de los Reyes, con un grupo de rock que nos hizo mover el esqueleto de forma ininterrumpida hasta las 5 de la tarde. ¡Qué gran idea!, una fiesta rockera de mediodía. Los invitados éramos de muchas edades, desde los nietos del cumpleañero, que ejercieron de camareros, hasta los amigos y quintos suyos que derrochaban vida y buen humor, ¡joder con la tercera edad! Y por el medio nos encontrábamos unos cuantos de edad mediana que también aportamos nuestro granito de arena.

El lunes, cumpliendo con la teoría que he expuesto un poco más arriba, volví al Rastro y disfruté de sus calles vacías y de sus tiendas en las que anticuarios y chamarileros me atendieron a las mil maravillas y me enseñaron sus tesoros y me ofrecieron, según ellos, oro a precio de orillo, y si no le gusta el precio póngalo Vd. ¿Cuánto?, ¿cuánto me da?, mire que es del XVIII, sí, sí, déjeme que lo piense, deme una tarjeta, yo le llamaré. La verdad es que vi cosas muy interesantes a buenos precios, otras menos y otras falsas de toda falsedad, pero el rato fue divertido. Salí por la Ronda de Toledo y tomé un bus que me dejó en el Paseo del Prado a dos pasos de la cuesta de Moyano, auténtico paraíso del libro de lance. Viejas casetas llenas de libros, buenos, malos y mediopensionistas. En algunos de los puestos, y previo permiso del librero, entré para ver de cerca la oferta y en un par de ellos piqué. En algunos no se podía ni entrar, era todo una montaña de papel en la que era imposible separar el grano de la paja. En otros no entré porque el librero me ladró. Los libreros de viejo, son un gremio que no se caracteriza por su simpatía. Salvo excepciones en las que encuentras a gente amable que comparte contigo una afición y te enseña y te ofrece y se muestra comunicador, la mayoría son huraños y no se abren, ni se dan con facilidad.

Por la tarde hice patria. Me explico. Un paisano nuestro, Daniel Ramírez, pamplonés y periodista que pamplonea por Madrid, al que ya conocimos hace unas semanas en otro paseante, presentaba en la Fundación Ortega-Marañón un libro de poemas titulado Tus canciones y las mías Ed. Aguilar, Barcelona 2024. Un poemario delicioso basado en las canciones de los Beatles. Si un navarro presenta un libro en Madrid y hay que ir a arroparle se va y punto, y ahí estaba yo. Pasamos muy buen rato escuchándole a él y a quien lo presentaba, y luego, en el turno de preguntas, entre Daniel y un servidor dejamos claro a la concurrencia cómo se vive en Pamplona y las “pequeñas” diferencias que nos separan de la gran urbe. El martes tomé carretera y manta y me planté en el Escorial. No conocía el capricho de Felipe II y me quedé boquiabierto un buen rato. Muchos conocéis el herreriano monasterio y estaréis de acuerdo conmigo que es un auténtico paradigma de la megalomanía de un gobernante. No me quejo, gracias a estos impulsos en el mundo existen lugares como este. No lo vi entero, me acompañaba un amigo gran conocedor del terreno y vimos la basílica con su retablo, cuya distribución es base de los retablos renacentistas; vimos la biblioteca, la Laurentina, en la que uno no sabía hacia dónde dirigir la atención, si hacia los miles de volúmenes que se custodian en sus inacabables anaqueles, colocados con los cortes hacia afuera para que el papel respire, si hacia los retratos de Pantoja de la Cruz que nos muestran a los monarcas de la casa de Austria, si hacia la colección de esferas terrestres, celestes y la esfera armilar, o hacia los frescos que decoran su bóveda de cañón y que firmó en el siglo XVI Pelegrino Tibaldi. Y, por último, bajamos a conocer la cripta donde descansan, reyes, reinas, príncipes e infantes. Un gran número de sarcófagos blancos con sus correspondientes nombres y escudos preceden a la sala circular de ricos mármoles y gran profusión de dorados, en la que, uno sobre otro en cuatro alturas, se apilan los ricos sarcófagos, de veteado mármol verde, que guardan los restos de los reyes de España y sus consortes. Tras ver el monasterio dimos una vuelta por el pueblo que está conservado con gran sabor de otros siglos.

A la tarde volví a hacer patria: un buen amigo, pamplonica y actor, Roger Álvarez, ponía en escena, junto a José Cerrato, en el teatro Arlequín, la obra Los sombreros olvidados, de Fernando de las Heras, y si un paisano se sube a un escenario en Madrid y un servidor está por allá, pues allá que va a verlo, a aplaudir, a gritar bravo, bravo, a reírse y a pasar un buen rato. Faltaría más.

Y ya solo me quedaba el miércoles. Por la mañana descansé, que Madrid agota, y por la tarde me acerqué al museo de las Colecciones reales a ver una exposición antológica titulada Sorolla Cien años de modernidad y fue un colofón a mi viaje inmejorable, no tengo palabras para explicar lo que allí se muestra.

El jueves regresé a mi feudo con la cabeza llena de cosas y de gentes.

Madrid nunca falla, pero prefiero vivir aquí.

Feliz navidad. Zorionak.

Besos pa tos.

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