Ayer hice 9 años sin fumar, que son 3.288 días, unos 72.336 cigarros, unas 1.446.720 caladas y del orden de 18.000 euros ahorrados. No diré que es una batalla diaria, porque ya no es cierto –los primeros tres meses son duros, el primer año es bastante duro, a partir del segundo año es más llevadero–, pero tampoco negaré que de vez en cuando fantaseo con un buen cigarraco, normalmente en situaciones en las que estás a gusto y el cigarro es como el remate final.
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Pero, más allá de eso, no hay gran nostalgia, reconociendo, eso sí, que me costó mucho dejarlo tras 26 años de fumador, varios intentos y muchas vueltas y vueltas en la cabeza. Es una adicción muy potente y muy jodida, para que la no hay que escatimar ni ayudas externas ni preparación. Al parecer, cada vez van bajando más las tasas de gente joven que se engancha al tabaco y estamos en las cifras más bajas de mínimo los últimos cincuenta años, con costumbres sociales que hace 30 años nos parecían normales completamente eliminadas y con muchas más cortapisas a la hora de fumar. Sin embargo, los jóvenes siguen accediendo, en mayor o menor medida, a una droga claramente dañina y que en sí misma es estúpida, puesto que apenas ofrece beneficio alguno sobre el no consumo.
Es un mecanismo que no necesitas y que no supone un estimulante o depresor –hasta que empiezas– y en el que se cae básicamente por estupidez: la estupidez adolescente de sentirse mayor y de hacer cosas de mayores y que molan. Lo dicho: una idiotez. Una vez iniciada la rueda, es bastante complejo salir de ella y muchos y muchas pasan la vida subidos, algunos queriendo y otros intercalando periodos de abstinencia con periodos activos. Ya digo: es una adicción muy difícil de controlar que en muchos casos necesita de potentes motivos externos para ser afrontada con éxito. El caso es que aquí va mi ánimo para todos aquellos que se planteen dejarlo.