En este mismo rincón dominical ya se dijo que Donald Tramp se asemejaba más a un tratante de ganado, a un trilero de los de antes, que a un gobernante. Peor aún, como si fueran poco peligro su analfabetismo político y su cazurrería diplomática, ha decidido rodearse de lo más granado de Silicon Valley, esa especie de disneylandia digital acaudillada por los más insensibles cerebritos, los que sólo conciben la ciencia al servicio del dinero y del poder. Pues bien, en plena borrachera presidencial, Trump y sus buitres han puesto su manaza en Ucrania presumiendo además de apuntarse el mérito de la paz.
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En su delirante papel de pacificador, el presidente de la cara naranja y la corbata roja ha pactado precisamente con el invasor cómo va a ponerse fin a la guerra: Rusia se queda con el terreno conquistado, Trump se cobra en especie lo que gastó su antecesor Biden en apoyo armamentístico al país invadido y Zelenski se queda ahí, calladito, no le vaya Putin a echar otro bocado al mapa. O sea, los ancestrales enemigos, Rusia y Estados Unidos, celebran la parranda y Ucrania, diezmada y encogida, queda a expensas de lo que pueda protegerle Europa, ese invento malvado creado expresamente para joder a EEUU. Nadie podría imaginar una pacificación más rastrera, más miserable y más arrogante.
Y digo yo, de qué han servido lo cientos de miles de muertos que Zelenski movilizó para defender su integridad como país. De qué han servido los miles y miles de kilómetros de diplomacia rogativa viajados por un líder capaz de agachar la cabeza, eso sí, sin despojarse de la camiseta guerrera que ha paseado por todas las cancillerías solicitando ayuda. Si el reparto prepotente que Trump y Putin plantean tiene éxito, que lo tendrá, qué va a ser de los ucranianos y ucranianas condenados a ser rusos sin desearlo, qué va a ser de los millones de personas que huyeron al exilio en cuanto los tanques rusos traspasaron la frontera. Qué va a ser de una Ucrania empobrecida, medio en ruinas, abandonada a su suerte por quien históricamente parecía ser su valedor.
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Lejos quedan las bandera orgullosas enarboladas por quienes creían en la ayuda de Occidente, los himnos patrióticos difundidos por las redes, el honor y la decencia de tanto personal voluntario dispuesto a dar la vida para quitarse de encima al invasor. Ucrania, lo que quede de ella, quedará para la historia como un héroe fallido al que arrebataron tierras y riquezas por la fuerza. Ucrania, país de gentes sufridas, tenaces y orgullosas, va a ser pasto de la ambición de las dos grandes potencias paradójicamente antagónicas, que se repartirán el botín y brindarán sin dejar de hostigarse. Ucrania será un país mutilado, eternamente temeroso de nuevas invasiones, decepcionado al constatar que toda solidaridad es bambolla cuando se trata de hacerle frente a los más poderosos.
Ucrania no se merecía a un Zelenski convencido de antemano de la derrota final; no se merecía a una Europa que sí pero no y que a la hora de la verdad prefiere la genuflexión; no se merecía estar tan indefenso ante la propia riqueza, expuesto siempre a la rapiña ajena. Ucrania no se merecía, sobre todo, un mercachifle de la política soberbio y fanfarrón como Trump. O como Putin.