Vamos a morir. ¿Cuándo? A saber, pero cuanto más tarde y bien, mejor. Lo que nos distingue de los que murieron antes que nosotros –se calcula que han vivido unos 110.000 millones de personas hasta ahora– es que desde hace más o menos unos 10 o 15 años sabes qué hacer y qué no hacer para morirte tarde. Vamos, que la gente que se muere antes de tiempo es porque no le da importancia.

Ayer mismo, en la web de un periódico, venía detallada la lista de alimentos que acortan la vida y la de los que la alargan, en un estudio realizado en un millón de personas. Lógicamente, pasado mañana puede salir otro estudio diciendo exactamente lo contrario a este primero, pero en el intervalo ya habrá gente comiendo brócoli o cocinando coliflor para todo el vecindario y sin volver a probar un filete de lomo ni regalao.

Lo mismo pasa con fumar, beber, ir al monte, beber agua con limón en ayunas, meditar trascendentalmente –si meditas a secas no vale– o ir al baño regular como un reloj cada día a la misma hora: ya hay estudios que te dicen qué minutos de más aporta cada cosa o qué minutos de menos te supone hacer tal otra. Ponerse a seguir todo esto de una manera organizada y tenaz para vivir tres años más es un puto stress, claro, lo que te quita mínimo dos años, así que te queda uno, pero vaya uno, ese año de los 88 a los 89 que vaya a saber cómo lo vive usted, dios quiera que como una rosa y sin padecimientos.

Porque esa es la cuestión: ¿de qué clase de años me está usted hablando, caballero, de uno como a los 26, que no te enterabas de qué era un dolor, o de uno como a los 90? No te dicen esto. Te dicen que te cuides. Que comas bien. Que andes. Que evites el nerviosismo. Y los excesos. Y los defectos. Te meten presión para que te quites presión. Te acosan con sus consejos. Te hacen sentir mal. No haga usted esto, haga esto otro, fluya, no se preocupe. ¡Pero si no me dejáis, cabrones!