No se ve muy triste la calle. O no me lo parece a mí, aunque echando un vistazo a la inestabilidad constante que rodea a este mundo hay motivos de sobra para que la gente hubiera ido perdiendo alegría. En unos pocos años las sombras cada vez más alargadas han ido ganando espacio a la vitalidad de antes y esa realidad se ha acelerado en los últimos meses aún más.
Hoy Trump anuncia nuevos aranceles en eso que denomina el Día de la Liberación, lo que quiera que sea eso en lo que tenga por mente, tras el peor trimestre en la Wall Street de los últimos 23 años. No sé qué darán de sí los nuevos anuncios que lance como amenaza y chantaje Trump al mundo, pero esta guerra comercial, como todas las guerras de todo tipo, solo puede salir mal y acabar peor. Esas políticas ya tienen consecuencias en la economía mundial, también en la europea e incluso en la de EEUU donde las posibilidades de caer en una recesión en los próximos son cada día mayores.
Como si este largo y húmedo invierno tuviera la intención de instalarse permanentemente sobre la ciudad y los agradables días soleados vayan a ser sólo anécdotas. El mundo está cambiando y la transformación señala, sin duda, a que vamos a dejar un mundo peor. No va a ser fácil no comenzar a mirar atrás con tristeza. Pero añorar el pasado solo lo convierte en un idealizado estado de felicidad que casi nunca coincide con la realidad que fue. Quizá por eso sea mejor permanecer instalado en esa nostalgia pesimista e interesada, porque parece más llevadera que mirar al presente y empezar a pensar qué se hizo mal entonces, hasta dónde alcanzan las responsabilidades de los errores y cómo deben ser los cambios que eviten otras caídas en el futuro. Y porque aquello que se vivía como hermoso se torna oscuro cuando se descubren las amargas trampas que ocultaba y esas sombras devalúan entonces la capacidad de escape del recuerdo. El siglo XXI transita desorientado por la senda de la decadencia y la fascinación por el mal.