Aquella mujer había sobrepasado los sesenta convencida de su eternidad. Como si viviese atrapada en un día que se repite hasta el infinito. No obstante, llevaba tiempo inquieta. Hacía días que el espejo la juzgaba como si fuera el tribunal de la Inquisición. Aquella sensación vino a coincidir con una nueva mudanza de casa. Una más. Pero aquella era especial. Lo supo desde que comenzó a planificarla. Quizá era la ultima, pensó.

Pues el futuro a esas alturas se presentaba impredecible y extraño, por no hablar de improbable. Aquella mudanza llegó a destiempo, cuando se supone que la vida de aquella mujer debería estar ordenada, como los miles de libros que llenaban sus estanterías o las ropas que vestían sus armarios o los álbumes de fotos, donde escuchaba sus propias palabras retumbando en un espacio vacío.

Quiso tomárselo como una cura de humildad pues hay veces, como dice Juan Tallón, que acabamos creyéndonos felices y dando por hecho que la esencia de la vida es la inmovilidad. Pero no pudo. Entre caja y caja encontró un libro: La última casa de Arantxa Urretabizkaia quien medita sobre el paso del tiempo y la vejez de una mujer dispuesta a cumplir su último deseo, vivir en la casa soñada. Aquella coincidencia le inquietó, pues si bien nunca creyó en las casualidades, supo que el último día en una casa se mezclaban el auge y la crisis, su edad de oro y su decadencia. Sintió entonces que todo estaba escrito en aquella última noche, última cena, última botella de vino, último insomnio, última ducha.

Qué extrañaré ahora, se preguntó. Se acordó entonces de un poema de Fabio Morabito que dice “A fuerza de mudarme he aprendido a no pegar los muebles a los muros, a no clavar muy hondo, a atornillar solo lo justo. Deja que la mudanza se disuelva como una fiebre, como una costra que se cae”. Hacer mudanza es terrible, pero a menudo hacer algo terrible es lo que una necesita, pensó.